Cuan cierto es aquello de que “las cosas quedan, la gente se va”. Cuenta la historia que, a principios del siglo pasado, una pareja sin hijos vivió en una vieja casona, que tenía un baño de boiler de leña, ubicada fuera de la Ciudad de México. Durante 50 años, marido y mujer dedicaron su vida a las labores del campo, principalmente a la siembra y el cuidado de animales, mismos que para sostenerse vendían a la gente de las poblaciones aledañas. La señora, además, enseñaba a las mujeres de los trabajadores a bordar mantelería a la usanza europea de aquella época, para que aprendieran un oficio y tuvieran un sustento. Incluso creó una pequeña escuelita que contaba con un maestro que les enseñaba a leer y a escribir a los niños.
Los miércoles y los domingos, la señora paseaba por el mercado en la plaza del pueblo, montada a caballo para asegurarse de que, en cada puesto, los precios fueran justos.
Al poco tiempo, el esposo falleció en un accidente. La viuda, para cuidar sus intereses se quedó a vivir sola en la vieja casa, hasta conseguir venderla. Cuentan que, durante seis meses, ella abandonó todo y se encerró a llorar su pérdida dentro de una pequeña sala que tenía una ventana, desde donde vigilaba que los trabajadores cumplieran con lo suyo. Por dicha razón, las personas que la conocían bautizaron a la sala como: “la jaula”.
La viuda contaba con una hermana, casada y con varios hijos, mismos que tuvieron la intención de comprar la casona. Pero la propietaria se negó a vendérselas por razones desconocidas. En cambio, para berrinche de los sobrinos, escogió como comprador a un señor que decían era exitoso, casado, tenía muchos hijos y vivía en la Ciudad de México. Tras la compra, el señor remodeló la casa y la tuvo como propia por 50 años, hasta su muerte.
Como toda casona vieja, estaba llena de leyendas e historias de fantasmas, que a algunos fascinan y a otros espantan. En ese tenor, cuentan que, durante todos esos años, las mujeres de la nueva familia, desde las niñas hasta la abuela, pasaban las tardes en la plática y el chisme dentro de aquella sala con ventana. Los hombres decían que hablaban “como pericos”, con lo que el sobrenombre de “la jaula” adquirió de nuevo sentido, aunque por razones diferentes.
A la muerte del señor exitoso, su viuda también habitó “la jaula” con su pena; pero sus hijos ya no quisieron hacerse cargo de la antigua casona con baño de boiler de leña que, finalmente, el tiempo derruyó, por lo que la pusieron a la venta. Esto sucedió hace precisamente 31 años.
Desde entonces, en mi familia hemos tenido la oportunidad de ir a esa vieja casa que guarda secretos de épocas remotas, que ya nadie conserva en la memoria. Pablo, mi esposo, a lo largo de los años, la restauró y modernizó hasta hacerla recobrar su belleza y crear un lugar feliz, donde sucede todo lo importante en la familia.
Hoy la historia se repite. Un siglo después, en esa misma sala se sienta una viuda, inmersa en las leyendas de antaño, a veces sola, a veces acompañada por otras mujeres que felizmente hablan como “pericos”. Al igual que aquella otra viuda de principios de siglo XX, la de ahora toma asiento rodeada del amor de sus perros, mientras añora y agradece los momentos vividos en ese lugar en compañía de su marido. Tiene el consuelo de poder verlo en cada árbol por él sembrado, en cada tabique restaurado, en cada maceta de geranios que adorna los pasillos y, también, al abrir la llave de una regadera moderna en la que sale, bendita sea, el agua caliente.
Sí: “Las cosas quedan, la gente se va”.