Se me hizo un nudo en la garganta. Qué cierto es aquello de que nadie experimenta en cabeza ajena. Sólo cuando atraviesas por determinadas situaciones, eres capaz de comprender a otros que ya las vivieron o las viven.
—Hola —escuchamos la voz de un desconocido al otro lado del teléfono del cuarto del hospital—, mi nombre es Axel y escuché en la radio que necesitan donadores de plaquetas.
—Muchísimas gracias, de momento tenemos suficientes y el banco de sangre nos dice que se echan a perder —respondimos.
—Sólo quiero decirles que yo entiendo lo que es estar en su situación. Mi hermano estuvo muy grave y se salvó gracias a los voluntarios que donaron plaquetas. Eso lo sacó adelante y es algo que nunca voy a olvidar. Así que cuentan conmigo para donar en el momento en que lo necesiten y tengo amigos que estarían felices de hacerlo también. Les dejo mi celular...
Nunca nos dijo su apellido.
Colgué el teléfono y se me salieron las lágrimas. ¡Cómo hay gente buena! ¿Cuántas veces escuché en la radio el llamado a donar sangre?, pero siempre lo desoí con soberbia, indiferencia y un egoísmo tal que hoy me avergüenzo. La reacción inmediata, desinteresada y generosa de muchísimas personas ha sido como el atropello de un camión cósmico, un despertar para ver que no todo mundo es tan egoísta y collón como quien esto escribe.
Al banco de sangre llegaron familia, amigos –cercanos y lejanos–, compañeros de trabajo, amigos de los amigos, lo cual nunca esperamos, y la afluencia fue tal que el banco se saturó. Pero lo que nos dejó en verdad perplejos fue que ¡llegaron personas totalmente desconocidas! No podía creer tanta bondad. Nunca habíamos necesitado pedir sangre o plaquetas. La lección que la vida nos dio como familia nos dejó a cada uno de los integrantes con la boca abierta. Atestiguamos lo que es un acto de compasión, comunidad y solidaridad humana, que nos obliga a retribuirlo de alguna manera.
Hace más ruido el árbol que cae que el bosque que crece. Sumergidos en las noticias dolorosas y en las diferencias políticas, los mexicanos hemos olvidado que sí hay mucha, muchísima gente buena que conforma la mayoría de nuestro país. Hablar de lo malo sólo refuerza lo malo. Hablemos también de lo bueno.
¿Qué es lo más valioso que tienes después de la vida? Tu salud y tu tiempo, ¿cierto? Pues en casos como éste lo que donas es exactamente eso: tu tiempo y salud. Y si, además, no conoces a la persona que la necesita, el hecho se convierte en un acto heroico.
Sólo piensa, querido lector, querida lectora: a pesar de los problemas que cada quien vive, a pesar de las distancias, del tráfico; a pesar de la incomodidad que significa salir de la rutina, anteponer las necesidades de otros a las tuyas, el tener que formarte, esperar y llenar un cuestionario interminable; someterte a un procedimiento en el que te pican la vena para ver si eres candidato, en el que después tienes que esperar diez minutos a que te digan si lo fuiste o no, y de serlo, entonces recibir otro pinchazo para sacarte por 15 minutos el líquido que te da vida, o bien, tomar una hora y media de tu tiempo en caso de que dones plaquetas. Es algo a lo que no se le puede asignar ningún precio. La sangre no se puede vender ni comprar. No se puede almacenar por mucho tiempo ni producir de manera sintética. Entonces, no hay joya, objeto material que se le pueda comparar: donar vida es simplemente el mejor regalo.
La edad me impide ahora donar sangre, mas la gratitud que a toda la familia nos queda en el corazón hará que, de alguna manera, retribuyamos este acto de infinita generosidad.