Estar vivo es milagroso. Gracias a lo que los sentidos absorben, por medio de los ojos, los oídos, el gusto, la piel y el olfato, nos percatamos del mundo. El cerebro procesa la información y nos da saberes que nos ayudan a transitar la vida diaria. Sin embargo, al conocer y nombrar de manera automática las cosas, las personas y los objetos creemos saber qué y cómo son, sin concederles la oportunidad de expresar algo más allá de la etiqueta colocada. Desde esa perspectiva, el mundo es muy limitado.
La física cuántica nos dice que percibimos menos de uno por ciento de la realidad, por lo tanto, lo que consideramos la “realidad”, que percibimos con nuestros sentidos, es sólo una fracción ínfima de la misma. ¡Hay mucho más de las cosas en otra dimensión!
Esa otra realidad es mucho más hermosa y compleja de lo que nuestra vista percibe, de acuerdo con Donald Hoffman, un científico cognitivo reconocido por la National Academy of Sciences. En su plática ted comparte que lo que llamamos realidad no es la realidad, sino una reconstrucción cerebral, hecha a partir de patrones familiares. La realidad es una ilusión. ¿Cómo?
Me gusta el ejemplo que Hoffman da: “¿Si en tu computadora ves el archivo de textos rectangular y de color azul en la esquina superior de la pantalla, ahí se encuentra dicho archivo?”. Por supuesto que no, está ahí para ocultarnos la realidad detrás de la pantalla. Pues, de la misma manera, la evolución nos ha dado una interfaz para ocultar lo que está detrás.
Sin embargo, la evolución también nos dio la capacidad para percibir la dimensión subyacente a todas las cosas, lo que hay detrás de esa interfaz, lo que no se ve. Esa tela sobre la cual nuestros sentidos pueden pintar el mundo, percibir situaciones, personas y la vida en general. Ese campo más profundo sólo se puede captar con otro “sentido” que no requiere las capacidades de la mente, sino la percepción del presente absoluto: la conciencia.
En la vida diaria necesitamos la dimensión superficial, cierto. Sin embargo, ciertas cosas se revelan cuando la mente no interviene y enriquecen de tal manera nuestra vida que vale la pena intentar descubrirlas.
La vida moderna en las ciudades ha hecho que, o bien, nos privemos de nuestros sentidos, o bien, tengamos una sobrecarga. La primera opción sucede al repetir día con día las rutinas establecidas al grado de la automatización; la segunda, con el ruido del tráfico, la mala calidad del aire, el estrés, las prisas o el apego a las pantallas, por ejemplo.
No es de extrañar, entonces, que estemos en una búsqueda desesperada de experiencias que nos hagan sentir vivos; desde gozar un buen café, salir al parque en bicicleta para sentir el aire o ir a un bar con los amigos para tener la sensación de estar conectados.
¿No valdría la pena usar ese “otro sentido”, con el que todo es y es perfecto, para escuchar, por ejemplo, el silencio que hay detrás del canto de los pájaros, percatarnos del espacio que permite que los objetos estén y el bosque crezca, saborear de manera lenta lo que nuestra lengua toca, relacionarnos con el otro con más presencia, detenernos a admirar la quietud y la sabiduría de un árbol viejo? Esas, en apariencia, sencillas intenciones nos brindan otra perspectiva, desde la cual nos damos cuenta de que el espacio mismo que ocupamos es una especie de meditación. La cual podemos hacer en cualquier momento, con un poco de silencio y el propósito de estar presentes. Mientras nos concentremos únicamente en lo que percibimos, no estaremos en el presente.
Evitemos que la mente nos consuma y abramos una puerta a la vida que se comunica con nosotros, para así hacerla más rica y sabia.