Es un privilegio conversar sin pretensiones ni diferencias o máscaras para impresionar. Cuánto se gozan esos momentos, con una taza de café o una copa de vino, cuando la libertad de expresarnos y mostrar la vulnerabilidad aflora sin temor a ser juzgados. El tiempo no cuenta, no hay competencia ni vanidad, sólo el tranquilo y honesto intercambio de pensares y sentires. El tema es lo de menos. Más allá de las palabras, lo importante es la calidad energética que subyace y alimenta una relación, ya sea con la pareja, un hijo o una amistad.
Para ser un buen conversador no es necesario hablar mucho. Incluso los silencios y las pausas son benéficas. ¿Cuántas veces dicha magia sucede en el momento menos esperado? Por ejemplo, cuando al despedirnos de alguien, en el quicio de la puerta o antes de subirse al coche alguien dice: “Oye, por cierto, ¿qué opinas de tal cosa?”. O: “Se me olvidaba decirte que...” y la conversación se hace breve y profunda, o bien, se prolonga plácidamente durante horas.
Una buena conversación podría parecer algo superficial, pues muchas veces su importancia se soslaya. Sin embargo, es una necesidad básica de todo ser humano. Dejar de conversar es dejar morir una relación. Esa conexión con el otro en un nivel profundo la necesitamos como alimento.
La conversación en la intimidad es una gran conectora. Agrega algo infinitamente precioso a cualquier relación. Si bien el contacto físico es básico en la intimidad, la conversación, la magia de la palabra extiende esa intimidad a muchos aspectos en los que tomarnos de la mano no es suficiente.
Otro tipo de conversación es la que se tiene con una misma y la interlocutora es la propia conciencia. “Se te pasó la mano, te toca pedir perdón”, “Mira qué bien te salió esto”, “Necesitas bajar de peso”, escuchamos ese susurro que aflora a pesar de que tratemos de evadirlo con cuanta distracción se presente.
El ego también busca conversar, pero su voz suele ser crítica, compara, juzga y descalifica a propios y a extraños. Si le prestamos demasiada atención podemos caer en el juego de las máscaras, los roles y las interpretaciones.
Hay otro tipo de conversación que también nutre: la ligera.
Un maestro decía que si eligiéramos a cualquier transeúnte al azahar y lo detuviéramos para decirle:
—Oye, cuánto siento tu problema.
El transeúnte respondería con extrañeza:
—¿Cómo lo sabes!
Todos tenemos problemas. Si tuviéramos este hecho en cuenta cada vez que nos dirigirnos a una persona, ya sea en el trabajo o cuando nos brinda un servicio, nos esmeraríamos en ser gentiles e intercambiar algunas palabras, agregaríamos una brizna de alivio a su día.
Hay conversaciones que nos retan, nos estimulan, contribuyen a nuestro desarrollo intelectual, emocional y nos hacen crecer. En esos casos, nos toca escuchar con humildad y aprender, a veces las enseñanzas provienen de la persona menos esperada.
Hay conversaciones que se dan sin palabras. El cuerpo las habla y describe con lujo de detalle. Pongamos atención a éstas, ya que, por inconscientes, son genuinas.
Las conversaciones con Dios surgen cuando pasamos por el dolor y el sufrimiento. Es entonces cuando volteamos al cielo para pedir, agradecer o reclamar, en un monólogo que busca ser respondido hasta, finalmente, convertirse en lo que todo ser humano busca: esperanza.
Busquemos conversar y con ello transformemos nuestra vida en algo más rico, original y nutritivo. Sólo hay que ser auténticos, estar presentes, atentos, aceptar al otro tal como es, acallar la mente, y escuchar.