En las últimas cinco semanas he conocido una nueva forma de habitar el mundo, que es como cuando te sumerges en el fondo de una alberca y el agua crea una burbuja que te aísla de todo lo que sucede en el exterior. Quizás escuchas voces lejanas o alcanzas a ver las vidas de los demás, pero no estás ahí ni con ellos. Te sientes aislado de todos y de todo. Lo que antes te entretenía, como la radio, la televisión o las redes sociales, deja de interesarte por completo. Te atraen la soledad, el silencio, la lectura, la meditación y tu cama.

La depresión te coquetea todo el día, en especial por las mañanas al levantarte. Te guiña el ojo y te habla al oído para convencerte de quedarte entre las sábanas y no hacer ejercicio, no ver ni hablar con nadie. Su mejor arma es una aspiradora que te succiona hacia la nada, para no tener que esforzarte y así permanecer en una aparente “comodidad”. He podido comprobar que hay una línea muy fina entre honrar el duelo y caer en la depresión, la cual, a pesar mío, me he resistido a cruzar.

He comprendido que el duelo no se puede patear, ignorar o saltar. Cuán verdadera es la descripción que hace Elizabeth Gilbert sobre él: “Es una energía que tiene su propia vida y que no puede controlarse o predecirse. Va y viene a su antojo. Llega con la fuerza de un tsunami, en el momento menos esperado. Hace contigo lo que quiere y cuando quiere”. Y no queda más que rendirse con humildad a sus caprichos. A pesar del vacío enorme que implica, se tiene que vivir, honrar, llorar, así como darle su tiempo hasta que, un día, decida irse. No tiene duración definida, no hay dos personas que lo vivan igual. Sólo queda tener paciencia, compasión con uno mismo y aceptación de la realidad. Ésta última es la más difícil, ya que es cierto aquello de que el dolor de la pérdida es directamente proporcional al amor que le tuvimos a nuestro ser querido; por lo que para muchos de nosotros se vuelve un gran tormento.

Ahora sé, aunque en su momento no lo supe —o no lo quise reconocer—, que mi duelo no empezó con la muerte de Pablo, mi amado esposo y compañero durante 50 años; sino diez días antes de su partida. Tal como sucede al inicio de las obras de teatro, tuve tres llamadas o avisos previas que no supe interpretar. Si bien sabía que su salud se deterioraba, siempre cubrí la situación con el tamiz de la esperanza. Supongo que la conciencia, en un modo de sobrevivencia, cierra los ojos ante lo inminente. ¿Qué hubiera hecho diferente? No sé, quizá todo o tal vez nada. Sólo sé que, en los momentos más complicados, la vida de quienes cuidamos a un ser querido en una situación de salud extrema se pone en modo “complacencia”, sin ver más allá de eso. La familia alrededor ignora el cansancio físico, las noches sin dormir o las incomodidades, con tal de hacer la realidad más llevadera.

En mi caso, antes de que los sucesos finales se desarrollaran y me sumergiera en el fondo de la alberca, no sé si por intuición, por una conexión energética o debido a la inteligencia del corazón, sentí, en esas tres ocasiones, un vacío angustioso que me avisaba de la cercana partida de Pablo. Desde entonces y hasta ahora, la sensación de estar separada del mundo prevalece. Sin embargo, tengo la esperanza de que al honrar el duelo y darle su tiempo y espacio, tarde o temprano el gran amor que nos tuvimos se convertirá en gratitud y en alegría de haber tenido juntos una vida tan plena.

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