Hace cientos de años, en los tiempos de Buda, vivía una pobre viuda llamada Kisa Gotami, que tenía un hijo al que adoraba. Un día su hijo enfermó y murió. Loca de dolor, se negó a enterrarlo. Lo llevaba consigo a todas partes sin hacer caso de las palabras de consuelo que la gente le dirigía. Se aferró al cuerpo del bebé y no dejaba que nadie se lo quitara. Sujetándolo recorrió la aldea entera, hasta que llegó a ver al Buda, a quien le rogó le diera una medicina para devolverle la vida a su hijo.

Buda miró con dulzura a Kisa Gotami y al difunto hijo que traía en sus brazos. “Sí –le dijo–, puedo ayudarte, pero para preparar la medicina necesito que me traigas una semilla de mostaza”. Fascinada, Kisa Gotami estaba a punto de correr a buscarla. En todas las casas de la India había una vasija en la cocina donde se guardaban semillas de mostaza. Pronto tendría la medicina para su hijo.

“Sólo que hay una condición —siguió diciendo Buda—: la semilla debe venir de un hogar donde nadie haya muerto”. Kisa Gotami anduvo de casa en casa y en todas partes encontró a personas que con la mejor voluntad querían ayudarla, pero siempre escuchó la misma historia. Aquí una esposa, allá un marido, un hermano o una hermana, una madre o un padre, un hijo o una hija habían fallecido. No había una casa en donde no lamentaran la muerte de un ser querido.

Lentamente, Kisa Gotami se dio cuenta de que la muerte había visitado a todos y que ella no era la única afligida por una pérdida. Calmada y sobria, miró a la criatura que traía en los brazos y terminó por aceptar que la vida había abandonado su cuerpo. Llevó a su hijo al cementerio y se despidió de él, luego regresó a buscar al Buda.

Buda le dio la bienvenida y le preguntó si había conseguido la semilla de mostaza. “No –respondió ella–. Pero empiezo a comprender la lección que intentas enseñarme… Mi hijo ya no existe, ha muerto y lo he enterrado junto a su padre”.

Buda le habló con gran compasión: “Creíste que sólo tú habías perdido un hijo. La ley natural es que todo cambia y nada es permanente entre los seres vivos”. Kisa Gotami quiso seguir aprendiendo sobre las enseñanzas del maestro y desde entonces hasta su muerte fue su discípula.

La búsqueda de Kisa Gotami nos enseña que ella no era una excepción: nadie se libra del sufrimiento y la pérdida.

Cuando experimentas una pérdida, sientes un vacío que atraviesa el cuerpo, el alma y la mente y provoca vértigo. Para protegernos del dolor que causa ese hueco, nos resistimos, lo tapamos o lo llenamos. Algo que enlaza las pérdidas de todas las personas es el intento de cubrir esa ausencia. Y cada una lo resuelve de manera distinta. Y también, como en la leyenda budista, aparece la tentación de hacer de la pérdida el centro de la vida.

Pero dicho vacío no es del todo una experiencia negativa. Si la vida te trae clases, la oscuridad es otra escuela también. Al permitir sentirnos perdidos, es que comenzamos a conocernos mejor. Se puede ver como la pausa entre capítulos, como el espacio para que algo nuevo nazca o como la oscuridad en la que la semilla germina y se prepara para nacer renovada.

Dice Meister Eckhart: “Cuando el corazón se rompe, el universo entero puede atravesarte”. Al abrazar el vacío, al vencernos ante la esperanza de que todo va a volver a ser como antes, la mirada se acostumbra a la oscuridad y es cuando la luz nos atraviesa. Es entonces cuando el vacío se vuelve un espacio para que la creación completa nos llene de posibilidades.

Y sí, al igual que Kisa Gotami, no somos la excepción.

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