De noche llegué a un lugar recóndito llamado Lake Louise, dentro de las Montañas Rocosas en Canadá. Nunca había estado ahí. Por la mañana, al abrir la cortina de la ventana del cuarto de hotel, me quedé perpleja, pues apareció un paisaje pintado por Dios mismo: un lago color azul turquesa, que igualaba el tono del caribe mexicano; hundido entre montañas altísimas cubiertas de nieve y bosques de pinos centenarios. “En verdad que la Tierra está llena de paraísos”, pensé. Al igual que sucede en el mar, ahí los tonos del agua cambian de azul blanquizco a turquesa y según la luz y el clima.

Intrigada por la intensidad de los diversos matices azules, indagué que el agua derretida de seis glaciares confluye en el lago. En los glaciares se pulveriza la roca que se encuentra en sus fondos, hasta dejar un polvo fino conocido como “harina de roca”. Las aguas derretidas lavan este polvo y lo arrastran al cuerpo de agua. Este líquido lechoso absorbe los colores de la luz, excepto el asombroso azul turquesa que es el que refleja y llega a nuestros ojos. Esta explicación me hizo pensar en lo generosa que es la naturaleza al proyectar nada menos que el color más bonito.

El día anterior a mi llegada a Lake Louise, había asistido a una cena con los 15 amigos más cercanos a Toño, mi nieto, quien se graduó de la universidad. Para celebrar su amistad y despedida decidieron que cada uno invitara a su familia a esa convivencia. Fue emotivo pasar tiempo con familias con las cuales nunca hubiéramos coincidido y que ahora, la vida nos unía. Distintas nacionalidades, orígenes y creencias confluimos, al igual que hace el agua de los glaciares en el mismo lago.

Al término de la cena, para sorpresa de todos, un compañero se levantó y comenzó a hablar acerca de otro, a quien eligió como su mejor amigo durante la licenciatura. Así, de manera sucesiva, cada uno le pasó la palabra a alguien más. Entusiasmaba escucharlos con ese aplomo y seguridad que sólo la formación y educación proporcionan; pero conmovía aun más ser testigos de cómo se expresaban acerca de los demás. Es decir, con la autenticidad, complicidad y frescura que solo se tiene en la juventud y que nace de intentar dar sentido a algo. Es común que en esas ocasiones nos falten las palabras; sin embargo, las que surgen, no lo hacen desde el saber, sino desde corazón y por eso estremecen.

Se podía percibir que la amistad creada durante los cuatro años en los que convivieron era igual que la harina blanquecina de las rocas: regresaba el color turquesa como reflejo de lo más bello. Cada cual, durante el trato intenso de los años universitarios, tanto en el ámbito de los estudios como en el de la diversión, descubrió al otro, con la ayuda, la inteligencia, la sabiduría y cierta dosis de irresponsabilidad implicadas en todo ello. Un verdadero tesoro.

Mientras los escuchaba pensé que, tanto en la amistad como en el amor, valoramos en el otro exactamente aquello de lo que carecemos y lo que deseamos obtener. ¿Será que, de acuerdo con las propias carencias o según la luz bajo la cual decidamos ver, cada quién extrae un tono turquesa diferente de las otras personas?

Estoy convencida de que es el color que vemos en el reflejo de los demás lo que nos hace crecer. A la par, reflejarnos en su mirada nos da seguridad, valor y nos hace ser mejores. Por eso nos enamoramos, afianzamos amistades y nos esforzamos en no fallar. Por la misma razón, las amistades que formamos en la juventud son responsables de la belleza que cada uno, en un futuro, expresa.

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