Nadie se recupera por sí solo de la pérdida de un ser querido. Una vez que nos enfrentamos a la realidad, lo primero que nos rescata es la fuerza de la vida misma, su belleza y misterio que nos gritan: “Experimenta, arriésgate, goza, todo vale la pena”. En seguida, el amor de la familia y los amigos que nos dan un sentido de pertenencia. En cualquier tipo de pérdida, cuánto se agradece ese hombro que nos sostiene, literal y metafóricamente. De ahí la importancia de hacérselo sentir a las personas que atraviesan por una situación así. Sin embargo, si bien apreciamos lo anterior, también es cierto lo que Buda enunció hace siglos: “Nadie nos puede salvar excepto nosotros mismos. Nadie puede ni debe. Somos nosotros los que debemos recorrer el camino”.
Llegué media hora antes del comienzo de la ceremonia, en este caso una misa. Asistí a ella con el deseo de cerrar el círculo de amistad con un amigo, cuya foto y cenizas descansaban sobre una mesita con flores al pie del altar.
Mientras la gente llegaba, yo pensaba: “Qué importante son estos rituales —sin importar su origen o motivo—, ya sean bodas, bautizos, bat mitzvá o velorios. Nos permiten estar con otras personas, acompañarnos y abrigarnos unos a otros para facilitarnos los procesos que los ritos de paso conllevan”.
Vi cuando mi querida Pilar, esposa de mi amigo, y sus hijos descendían del coche e intentan subir las escaleras del atrio de la iglesia, para entrar y acomodarse en esa primera fila de los deudos, un lugar que nadie quiere ocupar por lo que significa estar ahí. Las personas, entre palabras y abrazos que intentaban dar consuelo, les impedían avanzar.
Pilar y sus hijos por fin lograron abrirse paso hasta llegar al frente. Formada en la fila para dar el pésame, alcanzaba a ver la cara de ella que sólo asentía con la cabeza, casi de manera automática, cuando le decían algo. Conforme me acercaba, escuchaba una que otra frase que intentaba ser positiva: “Échale ganas”, “son los tiempos de Dios”, “ya está en un mejor lugar”, lugares comunes con buena intención, pero que en ese momento podían sonar huecos.
Al llegar mi turno, con el deseo de aliviar un poco la pena a Pilar, hubiera querido que de mi boca saliera alguna frase sabia, pero no: salió otra tan sobada como las anteriores. ¡Qué torpe me sentí!
Cuando me encontré en esa primera fila de deudos y era yo la que recibía esos abrazos, me di cuenta de que no son las palabras las que importan, vaya, ni se escuchan.
Lo que se percibe de manera clara es la energía y la intención con las que se transmiten o el abrazo sentido. Estar, acompañar y hacerse presente es lo primordial. Para algunos es difícil hacerlo, ya que la pena de otros les recuerda la vulnerabilidad propia.
Otra cosa que he aprendido es que la pérdida no es algo de lo que nos pueden o nos tienen que salvar. No hay manera. Para salir de ella, cada persona tiene que experimentarla, honrarla y aceptarla. Lo que sí podemos hacer es acompañar y aligerar el momento con cosas prácticas.
En lugar de decir: “Llámame cuando lo necesites”, lo que es muy poco probable que suceda, es mejor anticiparse y ofrecer, por ejemplo, llevar comida preparada, hacer el súper, cocinar algo o pasear a su perro.
Una vez pasada la primera etapa del duelo, la mayoría de las personas agradece que la inviten a cosas simples, como caminar o pasar un rato con amigos. En esos momentos, escucha a la persona, permite que hable del ser querido que perdió, de las experiencias compartidas y de sus cualidades, o de lo que quiere y le interese hablar. Es por eso que los amigos y su compañía se convierten en la mejor terapia.
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