El coro de las chicharras a lo largo del camino me alegra el día. El sonido no para. Se parece al sonido del andar de un tren: chucuchucu-chucuchucu. Es tan armónico que parece un concierto dirigido por un gran maestro. Lo disfruto mientras recorro en bicicleta el sendero de asfalto y terracería, junto a 14 miembros de mi familia, con edades que van de los 13 a los 70 años. El motivo de este viaje: celebrar la vida y mi cumpleaños 70.

Durante el recorrido, del lado derecho se escuchaba un ritmo y, del izquierdo, el contratiempo. Había zonas en las que los dos sonidos se mezclaban. Las cigarras cantaban tan fuerte y seguras como un coro que ha ensayado durante meses para lograr la sincronía. Su rumor nos acompañó durante todo el trayecto.

“Es el mejor regalo de cumpleaños que pude haber tenido”, pensé. Un viaje de una semana, planeado con meses de anticipación. Lo soñé desde hace 35 años, a finales de los años ochenta, cuando, junto con Pablo, mi esposo, y una pareja de amigos, acudimos por primera vez al llamado de un panfleto que invitaba a viajar en bicicleta. “¿Por qué no?”, dijimos entonces a esa nueva experiencia de rodar durante siete días, a través de un poblado o una zona determinada.

Los cuatro descubrimos que, dentro de la aceleración de la vida, planear y recorrer un lugar de manera lenta, pararse a tomar un café o a comer sin culpa los platillos típicos de un pueblo, viajar ligeros, al mismo tiempo de convivir, reír, hacer ejercicio y, con los cinco sentidos, disfrutar los aromas, los sonidos y sabores del campo, era un regalo de la vida. En aquella ocasión, nos tomamos una foto frente a una antigua ventana de piedra, misma que decoró mi sala durante muchos años. Siempre soñé con repetir el viaje alguna vez.

“Entre más calor hace, más cantan las cigarras –me platicó el guía mientras pedaleábamos–. Es un sonido que el macho hace con el estómago para atraer a la hembra y aparearse. Lo curioso es que las hembras ¡son sordas! No es el sonido lo que las atrae, sino la vibración que emiten. Esta especie vive entre 5 y 7 años debajo de la tierra, se alimenta de la savia de los árboles y, al llegar a la edad adulta, cuando el calor del verano comienza, millones de ellas salen a la superficie al mismo tiempo, para subirse a las frondas, cantar durante tres a cuatro semanas, aparearse y morir. Así es como sabemos que la época de calor comienza.” Todo esto me pareció asombroso.

“Claro, lo mismo sucede con los humanos. No son las palabras las que nos unen o separan, es la vibración que las personas emitimos la que crea amistades y relaciones largas, o no”, pensé mientras veía con gratitud a mis hijos, yernos, nuera y nietos, alineados en fila india, con sus cascos en la cabeza, descender por el camino en el que la vista del campo abierto sólo era limitada a la distancia por las montañas. El sonido de las cigarras nos escoltaba durante todo el día. Le agradezco a Pablo –que estoy segura también nos acompañaba–, que en la familia reine ese tipo de vibración que nos une como a insectos cantores.

En ese andar de pueblo en pueblo, llegamos sin planearlo ni esperarlo a esa misma ventana antigua de piedra, frente a la cual nos tomamos la foto 35 años atrás. Sentí gusto por estar de nuevo ahí, acompañada de toda mi familia, a la vez que nostalgia por la ausencia tanto de Pablo, como de mi querida amiga Pachela. Sin embargo, me di cuenta de que la vibración de esa entrañable amistad y la relación que tuvimos los dos matrimonios resuena en mi alma tan fuerte como el canto de las chicharras.

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