El funeral de la Reina Isabel II sin duda es el tema de la semana o del año. Me parece que fue una mujer congruente, fuerte e inteligente, que cumplió con su papel, a pesar de no haber elegido estar en el trono. Es posible que ella hubiera preferido otro tipo de vida sin mayores preocupaciones. Sin embargo, creo que encontró su camino al aprender a amar lo que hacía.
Percibo que el lema para Isabel II fue: “El bien mayor, antes que el bien personal”; mismo al que fue fiel, incluso por encima del cariño a sus familiares más cercanos. Los resultados de tal elección son tangibles, basta ver la entrega de la gente de su país, como muestra del cariño que durante años se ganó.
Una vez más, la muerte nos muestra que no respeta el rango ni la edad, sólo se requiere estar vivo para inscribirse en su lista de clientes. A todos nos toca. Recuerdo que cuando nos anunciaron en el chat familiar que un sobrino estaba por nacer, Pablo, mi esposo, contestó: “Unos llegan y otros se van”, lo que nos dejó fríos por su veracidad. Ésa es la vida, con su impermanencia que tanto nos cuesta aceptar, pero que es parte esencial de ella.
Por ejemplo, al caminar en el bosque se percibe el olor típico de la vegetación. La fragancia de la tierra, que brota en especial cuando llueve, proviene del material orgánico que se forma cuando se pudren los desechos de los árboles o las plantas. Es el aroma de la impermanencia. Lo produce la materia que se desintegra y disuelve de nuevo en la tierra. La disolución podría representar una forma del caos. Sin embargo, ese material es necesario para que surja un nuevo orden, ya sea un nuevo árbol, brotes de las hojas, plantas jóvenes y demás.
Nuestro transcurrir se desenvuelve, precisamente, fluctuando en esa polaridad del orden y el caos. La muerte es uno de los extremos. Sin embargo, ¿quién no atraviesa un caos menor, no una, sino muchas veces en la vida? Es inevitable, al ser parte de un equilibrio superior. Su propósito, quiero pensar, es el de provocar nuestra evolución física, espiritual, mental o emocional. Todas las especies requerimos de la crisis para crecer y ser mejores. En la comodidad nadie crece ni se supera. ¡Ah!, pero qué duro es mientras vivimos inmersos en el cambio, envueltos por el aroma de la impermanencia.
En un nivel mental, dicho perfume no tiene sentido para nosotros. Por ejemplo, cuando experimentamos una enfermedad, una separación de pareja, la pérdida de un trabajo o desaparece lo que sea con lo que nos hubiésemos identificado. Con el precipicio al frente, nos preguntamos: “Qué me quiere enseñar la vida?, ¿cómo puedo utilizar esta experiencia para mi desarrollo?”
Tal vez, el tránsito por esos momentos complicados sería más llevadero si, mientras suceden, comprendiéramos que, desde la óptica de la evolución, son un proceso natural, que, además, nos brindan la oportunidad de revisar el rumbo de nuestra vida, lo que queremos y lo que nos conviene. ¿Cómo los atravesamos? El reto es aceptar los cambios que se generan sin perder la cabeza y fluir.
Los fallecimientos como el de la Reina Isabel II provocan un shock o sacudida generalizada, por ser figuras internacionales, largamente conocidas. En cada muerte se vive la propia. Y nos damos cuenta de que la vida no es tan segura como creemos, cada persona está a un latido de su fin. El caos para el ser humano es igual que el del bosque: todo se desintegra. Sin embargo, una manera de combatir el aroma de la impermanencia es amar a los nuestros, hacer lo que amamos, o bien, decidir amar lo que hacemos. No hay de otra.
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