Durante años me pareció irracional que, en la tradición espiritual del hinduismo, adoraran a Shiva , el dios de la destrucción. Pero el significado de esta devoción, que sólo hasta ahora comprendo, es muy bello y profundo. “¿Qué de bueno tiene la destrucción?”, me preguntaba. ¡Cuánta ignorancia! Ahora que pude convivir con mi nieta Valentina de 14 años, me abrió los ojos a esta gran sabiduría.
En la Trinidad védica sagrada, el dios Brahma creó el mundo, Vishnu lo sostiene y Shiva lo destruye. Éste último se representa como una figura humana con muchos brazos dentro de un círculo. Representa la danza constante que existe entre la destrucción y la transformación del universo. Es con esa danza que genera energía, un halo de fuego, con el cual incendia el mundo para, posteriormente, crear uno nuevo. Pues de eso se trata la vida: de destruir para renovar.
A simple vista, cada estación del año destruye a la anterior para abrirse paso. Lo mismo sucede con el día y la noche o con la luna que se muestra, mengua y nace de nuevo con toda la belleza para crear ciclos continuos. Es un hecho que la destrucción forma parte de los procesos en la naturaleza. Y como dice el Tao : si sucede en la naturaleza, sucede en nosotros también. ¿Destrucción en nosotros? Basta constatar que nuestras células mueren y se renuevan de manera constante. Que nuestras vidas, de un día para otro, se destruyen en muchos sentidos, con el fin de provocar nuestro crecimiento y creatividad. Y estoy segura de que esto lo provoca la misma fuerza de la vida, de la conciencia, que a través de cada una de sus expresiones busca desarrollarse y auto-conocerse mejor.
Lo mismo ocurre en las relaciones, las etapas de la vida o con personas que creíamos conocer, como me sucedió con Valentina. Esa bebita que hace muy poco cargábamos en los brazos, se convirtió en una niña que iba al kínder con moños en las coletas, para después enchinarse las pestañas, usar rubor en las mejillas y contestarnos con una sagacidad que siendo pequeña no revelaba. En poco tiempo, terminará sus estudios, quizá se convierta en una artista o una ejecutiva, nos presente al amor de su vida, para después avisarnos que pronto tendrá su propio bebé. Es el círculo de la vida y el tiempo. La destrucción de una etapa da pie a la siguiente, a pesar de la mirada de los papás y abuelos que quisiéramos congelar la niñez de nuestros niños para siempre.
Nada se renueva si no se destruye lo anterior. Una convivencia de 15 días con Valentina me bastó para constatar la evolución de las personas. Se necesita incendiar el concepto antiguo de alguien, para dar la bienvenida a la personalidad que emerge. También se requiere de la complicidad de una mirada abierta para descubrir las aristas nuevas; así como aceptar el cambio de aquello que nos dio alegría, para dar lugar a lo que la vida está por brindarnos.
Esto no sólo pasa con los hijos y nietos, también con los amigos: en algún momento de la vida les colgamos etiquetas que quizá con el paso de los años ya no les corresponden. Es como conocer un árbol deshojado en otoño y congelarlo en la mente de por vida, sin reconocer en la primavera su floración y belleza. ¡Vaya injusticia! Por igual, la mayoría de nosotros libra batallas propias en su crecimiento y desarrollo, para convertirse, paso a paso en mejores personas.
Si cavamos hondo, el concepto de la destrucción se puede llevar a lo más íntimo, como es el cambio de mirada una vez que el perdón aparece.
Destruir para renovar es abrirnos a las inmensas posibilidades que la vida nos ofrece.
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