Todavía no sé qué me pasó. Nunca había experimentado algo así. Estoy investigándolo y por eso lo escribo. Lo que puedo afirmar es que la respiración es un catalizador aún más potente que muchas drogas y no exagero.
Asistí a un retiro de cinco días, con una de mis hijas y nueve personas más. En él tuvimos meditaciones, constelaciones familiares, talleres, fogatas con pláticas de integración y, para cerrar, respiraciones, todo con la guía de tres terapeutas muy preparados. Para el cierre hicimos una inmersión en una tina de hielos durante tres minutos.
A pesar de que no conocía a cinco de los participantes, comprobé la rapidez con la que nos conectamos con las personas cuando abrimos el corazón y hablamos desde ese lugar, sin máscaras. Surgió la empatía, la compasión y el acoplamiento. Todas fuimos muy honestas y valientes, de inmediato nos hermanamos, a tal grado que sentíamos conocernos de años. El trabajo que hicimos fue fuerte, nada fácil y muy revelador.
Durante los ejercicios me di cuenta de que no nos gusta adentrarnos en las profundidades de nuestra alma: duele. Entonces, nos distraemos, nos engañamos y creemos estar muy bien, pues nos acostumbramos a la anestesia. Pero lo cierto es que la mayoría de las personas tenemos muchos puntos ciegos, ignorados, que nos cuesta trabajo ver, aceptar y cambiar para salir de lo confortable.
Cuando ante tus ojos ves con claridad una verdad antes ignorada, sientes estar al inicio del arduo ascenso a una montaña muy alta, que requiere escalarse con una mochila al hombro y en soledad. Es un trabajo individual. Nadie lo puede hacer por ti. En ese darse cuenta, surgen las preguntas: ¿podré lograrlo, ¿cómo le hago, por dónde empiezo?
El último día del retiro se me borró por completo de la mente. Narro lo que me dijeron sucedió, pero yo no tengo registrado.
Nos acostamos sobre tapetes de yoga para comenzar las respiraciones que nos llevarían a una hiperventilación, con el fin de relajarnos y prepararnos antes de la inmersión en hielos. Respiré con enjundia –según me dicen– y… me fui. No supe más. Me dicen que esta reacción se debe a que contacté un dolor muy profundo y como mecanismo de defensa, el cerebro se desasocia y desconecta. Para provocar mi despertar, me llevaron a la tina de hielos ¡y no me acuerdo!
“No hay registro –me dijo el terapeuta–, imagina que las cámaras de vigilancia se desconectaron ante el dolor de una gran pérdida, por lo que no hay manera de que lo recuerdes.”
Me apabulla descubrir la gran inteligencia de nuestro cuerpo. Desconocía por completo ese mecanismo de defensa que nos evita el sufrimiento. A la vez, me inquieta saber que el dolor tiene su propio tiempo; por más que se trabaje en él de manera racional y se crea tenerlo integrado, éste permanece escondido en alguna parte del corazón o de nuestra mente inconsciente.
Esa tarde, el regreso a la realidad fue confuso. Solo sé que, a partir de ese domingo, comprendo y compadezco enormemente a las personas con algún trastorno de la memoria. Desentraño a profundidad el significado de la frase: “La vida es mental”. Sin mente no hay nada, no hay vida.
Agradezco haber vivido esta experiencia cobijada por el amor de mi hija, el apoyo de los terapeutas y mis compañeras, para darme cuenta de ese punto ciego, que quizá no he querido ver y guardé en lo más profundo de mi ser.
Con la mochila al hombro, estoy dispuesta a emprender ese ascenso arduo, que será la manera de trabajar, sanar y liberar el dolor ignorado que se encuentra todavía escondido entre mis células.