“Cuando estudié en Cambridge, con frecuencia me encontraba en la cafetería a un señor en silla de ruedas, acompañado siempre de algunos estudiantes que le daban de comer en la boca. Se veía que resultaba complicado, debido a que el señor tenía la cabeza de lado y la comida fácilmente podía terminar en su pecho. Supe por un amigo que se trataba de un profesor de física o matemáticas a quien le habían pronosticado un par de años de vida. Un día, al llegar a la cafetería, el profesor salía. Le sostuve la puerta para que pasara y cruzamos miradas. Lo que vi en sus ojos llamó mi atención: una total aceptación, una mirada sin queja alguna. Se trataba de Stephen Hawking, quien diez años después se volvería famoso.”

Escuché esta historia en voz de Eckhart Tolle, en un retiro al que acudí hace algunos días en Cancún. Me gustó porque estoy segura de que era cierta. Stephen Hawking, uno de los físicos teóricos más brillantes de la historia, aún con toda su sabiduría e inteligencia, en algún momento debió haber experimentado enojo hacia la vida, un rechazo a la enfermedad anquilosante que padecía, sin embargo, también supo que, ante la realidad, pelear es imposible.

Tolle utilizó este ejemplo para mostrar, en primer lugar, que el mayor obstáculo en nuestra vida puede convertirse en un portal de despertar espiritual y, en segundo, que esto depende de una sola cosa: la aceptación.

“Aceptar” es una palabra que se pronuncia con facilidad y que nuestro ego rechaza; suena bonita, pero hacerlo se siente como cuando de adolescente el dentista te apretaba los brackets. Es un verbo que cala y cuya práctica requiere tenacidad. La aceptación es un estado mental al que, si acaso, se llega después de haber recorrido todo tipo de narrativas ilusorias en la mente, donde la queja callada nos causa sufrimiento con esa voz en la cabeza que se vuelve un enemigo a vencer.

Aceptar toma tiempo. Al aceptar nos amistamos con el camino nuevo, o bien, descubrimos otras vías que la vida generosamente nos acerca y con frecuencia ignoramos. Quizá esa posibilidad consiste en lanzarse al precipicio con todos los temores que conlleva. Recuerdo un video de National Geographic, en el cual se muestra a unos polluelos de la barnacla cariblanca que viven con sus padres en acantilados rocosos. Para evitar que depredadores como los zorros árticos se los coman y para alcanzar su fuente de alimentación con la hierba que se encuentra muy abajo, las crías deben saltar al precipicio y seguir a sus padres, sin nunca antes haber volado. En el documental se ve a cada uno de los polluelos lanzarse y golpearse una y otra vez sobre las rocas antes de llegar al piso, ante la mirada amorosa de los padres. De cinco, sobreviven sólo tres. Pues así, tal cual, es el viaje de la aceptación.

¿Se requiere de la mirada amorosa? Sin duda. Sobrevivir sin ella es imposible. Es lo que nos da alas para volar, por cursi que suene. Sin embargo, no nos libra de la lucha interna. Si logramos que en la mente ya no haya quejas, significa que hemos llegado a suelo firme. Esa voz dentro de la cabeza que se lamenta por mil cosas, no es más que un huésped que se alimenta del mismo sufrimiento que causa. En el momento en que nos hartemos y lo echemos fuera, dejará de existir. Es decir, se requiere buscar la muerte del ego, antes de que la muerte en vida nos encuentre a nosotros. Unos sobreviven y otros no.

Ante lo inevitable, ojalá un día, como Hawking, seamos ejemplo de una mirada de aceptación total que motive e inspire.

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