Debo decir que durante muchos años descuidé a mis amigas. Dejé de frecuentarlas una vez que me casé con mi compañero de vida, fui madre y comencé a trabajar. Las extravié. ¿Para qué buscarlas? Pablo era mi todo: mi amigo, consejero, novio, compañero de aventuras, de viajes, de la vida diaria, mi amante. Nos divertíamos solos en donde fuera, en el cine, en un bar, en el campo, con amigos o en silencio, cada cual con un libro o viendo una serie de televisión entrelazados en el sillón de la recámara. Además, mis actividades como esposa y mamá, aunadas a mi vida profesional, me llenaban por completo.
Pasaron los años. Debido a la pandemia y al cáncer de Pablo, la complicidad entre los dos acrecentó y durante 27 meses formamos una cápsula. Sin embargo, cuando él dejó este plano y me sentía con la fortaleza de un molusco, mis amigas acudieron de inmediato a mi rescate para acogerme dentro de un tejido de sororidad que nada más ellas pueden formar. Cuánto me sorprendió encontrarme con compañeras que hacía 30, 40 o hasta 50 años no veía. ¡Cómo agradecerlo! Ahora me doy cuenta de que además de no haberme cobrado mi ausencia, me sostuvieron con su presencia, sus muestras de cariño, su paciencia y detalles, hasta convertirse en un mecanismo de supervivencia.
Las amigas de antaño son especiales, porque con ellas no hay que explicar nada, únicamente se requiere ponerse al día. Si por diversas circunstancias las dejamos de frecuentar, al paso de los años las reencontramos y sucede la magia: te saludas y conversas con tal familiaridad, que parece que la charla fue interrumpida el día anterior, frente a una taza de café o una copa de vino; como si el tiempo no hubiera transcurrido. Esas amigas que te conocen tan bien tienen la perspicacia de una madre para descubrir cómo estás y cómo te sientes sin que hayas abierto la boca. Son amistades con las que nos sentimos libres, pues nos conocemos tal y como éramos antes de aprender a crear y protegernos con máscaras, historias o poses para sentir aceptación.
Este fin de semana tuve un reencuentro con dos de estas amigas, que me hizo valorar y recordar que las reuniones periódicas con ellas son tan necesarias como dormir, hacer ejercicio o comer bien; que es importante no sólo nutrir la relación de pareja, sino otra de las facetas del amor que se expresa en la amistad. Toda la felicidad, salud y abundancia que experimentamos en la vida surge de la capacidad de amar y de ser amado. Es cuestión de recordarlo y redescubrirlo para procurar con mayor ímpetu las risas compartidas, la autenticidad y la apertura con la que nos hablamos o transmitimos nuestras historias de vida, sin importar si se trata de mostrar aspectos nuestros no tan luminosos de nuestro ser.
Cuánto se gozan esos momentos de plática y sobremesa en los que nace la libertad de expresarse y mostrar la vulnerabilidad, sin temor a ser juzgadas. El tiempo no cuenta, no hay competencia ni vanidad, sólo el tranquilo y honesto intercambio de pensares y sentires. El tema es lo de menos. Más allá de las palabras, lo importante es la calidad energética que subyace y alimenta la relación. Necesito a mis amigas. Quiero seguirlas necesitando.
Qué cierto es que una vez que pasan los momentos de crisis, te percatas de que siempre vienen cargados con algo bueno, ya sea que hayan servido para abrir nuestra conciencia o nos hayan hecho crecer y apreciar la valía de lo que antes dábamos por sentado. Todo en esta vida está sujeto a la impermanencia, tener amigas que te apoyan es un tesoro que hay que cultivar.