Cada vez que nos sentimos vulnerables o amenazados deseamos encontrar certeza, seguridad y un terreno sólido sobre el cual pararnos. Sin duda esa necesidad se acentúa en tiempos complicados e inestables, como los que vivimos ahora.
¿Cómo vivir plenamente frente a la inestabilidad, la impermanencia y el cambio que tanto temor y ansiedad nos provocan?
El cambio es lo único constante en la vida. Es un hecho que nada permanece de una misma manera por siempre, incluidos nosotros, nos demos cuenta de ello o no. Sin embargo, la batalla entre lo que deseamos y la realidad puede ser muy desgastante.
En el budismo se diría que no es la impermanencia en sí lo que nos angustia , sino nuestra resistencia a vivir en la incertidumbre. Esa resistencia causa sufrimiento, se expresa como una sensación que nos aprieta, nos cierra y contrae por dentro. La ironía es que nos preocupamos tanto de las posibilidades futuras que no apreciamos lo que sí tenemos.
Dos caminos para no sufrir
Hay dos caminos: el primero y más común es buscar la salida rápida que nos aleje del dolor , la ansiedad o el temor para aferrarnos a las ideas que tenemos u optar por puertas falsas que ofrecen seguridad momentánea, como son el placer, el trabajo, la comida, la bebida, el sexo, la crítica y el juicio; o bien, pasar horas conectados a los juegos electrónicos, las redes sociales o la televisión.
Lo frustrante es que por dichas vías la tranquilidad nunca llega del todo; el fantasma de los temores vuelve a aparecer de manera irremediable, en especial a las tres de la madrugada. Evitar el dolor y aferrarnos al placer es la gran batalla que hermana a la mayoría de los seres humanos. Pero hay una salida…
¿Sabías que emociones como el enojo y el temor son respuestas automáticas que sólo duran 90 segundos desde el momento en que surgen hasta el fin de su trayectoria? ¡90 segundos son todo!, como lo explica la neurocientífica Jill Bolte Taylor , en su libro My Stroke of Insight. Si la energía negativa dura más es porque nosotros la replicamos y le impedimos salir. La alimentamos por horas, meses o, incluso, años, hasta que se convierte en un hábito, una cárcel y, finalmente, en algo que no es vida.
La segunda opción es aceptar la ambigüedad en la que todos vivimos para trabajarla, en lugar de escapar de ella. No hay de otra. Como en todo viaje del héroe, la salida se encuentra luego de atravesar el fuego. Requiere valor, sí. Pero es la única manera de alcanzar la libertad.
Cuando el pensamiento y las emociones de los que huimos se presentan, lo prudente es reconocerlos y abrirnos a la sensación que nos producen sin interpretarlos. Evitemos agregar “qué mal está esto”, “¿qué va a pasar?”, “no debería haber pasado”. Hagamos frente a la urgencia de repasar una y otra vez el tema sin que esto nos ayude en nada, y, por el contrario, contribuya al deterioro de nuestra salud.
Lo que sí ayuda es respirar y dar a la emoción toda nuestra atención y bienvenida, sin agregar narrativa alguna, durante esos 90 segundos. Sólo permanezcamos presentes con la sensación: ¿dónde se localiza?, ¿de qué color la imaginamos?, para sustituirla por nuevas opciones: compasión, empatía, gratitud, perdón o gentileza. Y ahí quedarnos.
No podemos escapar del cambio. El reto es reconocer que nuestra resistencia es la que nos hace sufrir. ¿Qué pasaría si respetáramos el flujo de la vida en lugar de pelear contra él, cuál sería entonces nuestra calidad de vida?
Es un hecho que podemos vivir contraídos y enojados, o bien, relajados, en aceptación. Tomemos 90 segundos para asimilar lo que la gran maestra, llamada vida, nos quiere enseñar para nuestro desarrollo.