A los políticos mexicanos les encantan las reformas al marco jurídico. Sin distinguir partidos políticos, los titulares del Poder Ejecutivo capitalizan el trabajo del Poder Legislativo como un logro personal, como un sello de su administración. El presidente López Obrador acierta en el diagnóstico: México necesita de trascendentes reformas pero olvida que son corresponsabilidad de otros poderes que constitucionalmente tienen la misma importancia que el Ejecutivo y, en algunos casos, deja a un lado las asignaturas pendientes de su administración. Del otro lado de la ecuación, a los ciudadanos nos dividen hasta las mismas reformas. Cientos de miles de personas se reúnen en eventos y marchas para externar su opinión. Mientras los políticos pueden hacer acuerdos —algunos públicos y otros más oscuros que sus patrimonios mal habidos—, los mexicanos nos polarizamos.

En esta lógica confieso que no entiendo la motivación que guía algunos de los álgidos debates en el Congreso. Un elocuente ejemplo de ello es la reforma electoral; mientras la oposición nos dice que el INE no se toca aunque lo ensuciaron con cuotas partidistas, del otro lado es imposible entender por qué Morena cuestiona la legitimidad del árbitro que organizará la próxima elección presidencial en la que las encuestas le colocan muy por encima de la oposición.

En México las reformas van y vienen. Nos sobran leyes pero nos urge estado de derecho: el estado limita a los fumadores y olvida a los narcomenudistas; la ley persigue al pobre mientras el dinero compra impunidad; las normas exponen al que no paga pensión alimenticia pero no existe quién lo persiga. Los ciclos se repiten: una mayoría impulsa su agenda, los ciudadanos debemos cumplirla y el siguiente gobierno la modifica.

México ha tenido múltiples transiciones políticas desde el año 2000: PAN, PRI y Morena —con sus respectivas coaliciones— han gobernado nuestro querido país. Todos definieron sus prioridades y todos olvidaron algunas de las reformas más importantes para nuestra República.

En México no hay justicia. 431 mil muertes nos recuerdan que nadie investiga a sus victimarios. De un lado las fiscalías son insuficientes, o hasta negligentes y corruptas; del otro lado, el Poder Judicial arrastra décadas de nepotismo y corrupción, el terrible diseño de sus consejos de la judicatura, el limitado número de juzgados de distrito y la opacidad de sus decisiones. Arturo Zaldívar apostó por una presidencia mediática sin dar importancia al estado real de la justicia mexicana. Es injusto culpar a Norma Piña por la corrupción en el Poder Judicial porque su elección es muy reciente, pero la responsabilidad histórica de la ministra presidenta es enorme: debe demostrar la gran capacidad que tenemos las mujeres —y que rara vez se nos reconoce— y reformar al Poder Judicial para garantizar el acceso a la justicia para todos los mexicanos.

Paradójicamente, el Legislativo también necesita reformarse. Nuestro Congreso de la Unión no conoce la rendición de cuentas: ni demanda resultados al Ejecutivo ni se reporta con sus electores. En los 14 años que trabajé como legisladora federal jamás asistió un sólo presidente de la República a rendir su informe o a ser cuestionado por el Poder Legislativo, las mayorías obstaculizaban las comparecencias de funcionarios y la responsabilidad de vigilar y ser contrapeso se convirtió en letra muerta. Es probable que la próxima legislatura no cuente con abrumadoras mayorías, y tal vez la necesidad de acuerdos motive al Congreso a reformarse a sí mismo y convertirse en verdaderos representantes de los mexicanos. Pero esa y otras monedas están en el aire.

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