El fenómeno migratorio está en el centro de la agenda México-Estados Unidos. Del lado estadounidense las presiones no cesan en un contexto polarizado: incrementaron los flujos migratorios después de la pandemia, la Suprema Corte mantiene la incertidumbre sobre el futuro del Título 42, y la composición del Legislativo impide lograr reformas relevantes.

Para México, los retos en la materia son mayúsculos porque nuestra frontera sur es porosa, el crimen organizado obtiene inmensas ganancias por el tráfico de personas, incrementó el desplazamiento forzado de comunidades enteras y carecemos —al igual que Estados Unidos— de una política migratoria seria.

A nadie sorprende que el gobierno estadounidense olvide los derechos humanos. Los políticos del país vecino hacen campañas con propuestas conciliadoras para después gobernar complaciendo a la derecha más rancia. El gobierno demócrata utiliza las reglas que diseñó su antecesor —el xenófobo republicano Donald Trump— al mismo tiempo que modifica su narrativa para responsabilizar al Congreso. La realidad es que el presidente Biden no logra eliminar el Título 42 como anunciaba, y ahora lo utiliza a conveniencia a pesar de que esta regla ya no tiene cabida porque fue creada bajo una justificación sanitaria durante la pandemia del Covid-19.

El reciente anuncio de la Casa Blanca sobre las nuevas políticas para solicitar asilo en los Estados Unidos demuestra el nulo compromiso de su actual gobierno con los derechos humanos: Biden promete aceptar a 30 mil personas cada mes, exigiendo a los nacionales de Haití, Cuba, Nicaragua y Venezuela que hagan sus trámites desde otro país, consigan un patrocinador estadounidense, atraviesen por un estudio de seguridad y paguen por su boleto de avión. Washington no entiende la realidad de su frontera sur (en su calidad de presidente, Biden apenas realizó su primera visita a la frontera el domingo pasado) ni las tragedias que se sufren en varios países de la región y que se traduce en que casi 9 mil personas tratan de cruzar la frontera cada día. De forma conveniente, Estados Unidos confunde los retos migratorios con el derecho universal a buscar asilo y excluye a las personas que sufren los mayores peligros en el continente.

Debido a la realidad en su frontera sur, aunada a una opinión pública mayoritariamente conservadora, la tensión política y la parálisis legislativa en materia migratoria, Estados Unidos ha trasladado el problema hacia nuestro país: no hay mejor solución que dejar el problema en el territorio del vecino. Sin embargo, no podemos responsabilizar sólo al gobierno norteamericano porque el gobierno de México aceptó esas políticas incluso antes de entrar en funciones. México avaló la aplicación del Título 42. México acepta las deportaciones masivas. México accedió a utilizar a la Guardia Nacional en la política migratoria. México también confunde -a conveniencia- la regulación migratoria con el derecho fundamental a ser refugiado.

América Latina atraviesa una grave crisis de inseguridad y pobreza. Nadie migra por gusto ni busca asilo como pasatiempo. Las personas arriesgan su vida y la de su familia para llegar a Estados Unidos porque corren mayores peligros quedándose en sus comunidades. Modificar los flujos migratorios requiere que Estados Unidos detenga el flujo de armas y el consumo de drogas, y que América Latina se comprometa a erradicar la impunidad, la corrupción, la debilidad institucional y la pobreza que sólo dejan hambre y muerte a su paso, y al mismo tiempo generen las condiciones de bienestar a las que todo gobierno se está obligado a proveer.

Presidenta honoraria de la Unión Interparlamentaria