Treinta balazos mataron a cinco jóvenes en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Fuentes públicas reportan que los soldados dispararon más de 60 veces. Uno de los siete jóvenes que viajaba en esa camioneta permanece hospitalizado. La madrugada del 26 de febrero los jóvenes salían de una discoteca y, de acuerdo con el testimonio del único que salió ileso, los militares chocaron contra ellos y comenzaron a disparar. El oficial que firmó el informe aseguró que los jóvenes no llevaban armas, cartuchos o drogas en el vehículo, y aun así uno de los muchachos recibió 12 impactos de bala y otro de ellos 10 más.

Las noticias de los siguientes días fueron casi tan crueles como las referidas muertes. De un lado, defensores de derechos humanos exigían transparencia y la impartición de justicia en tribunales civiles. Del otro, la Secretaría de Defensa y el clamor popular difundían la versión de que estos jóvenes eran integrantes de grupos criminales. A menos de dos semanas de los hechos, las voces se apagaron y la opinión pública se centró en un nuevo caso en Matamoros: el secuestro de un grupo de norteamericanos que terminó en dos muertes, un herido y una mujer a salvo. Un caso atendido diametralmente distinto por la intervención de su embajada, consulado y familiares.

No tengo información que permita afirmar cómo vivían los jóvenes de Nuevo Laredo, sólo conocemos cómo murieron. No sabemos si eran criminales, pero sí sabemos que fueron sentenciados a muerte. Ningún tribunal los juzgó, pero los soldados que participaron en ese operativo decidieron su sentencia y las redes sociales dictaron su veredicto. En México ya no importa nuestra vida, se nos evaluará por la forma en que morimos. El gobierno nos ha enseñado durante 17 años que todas las muertes por homicidio doloso son de delincuentes; para las autoridades no se requiere investigación, sólo construir narrativas convenientes. No basta la crueldad de morir de una forma violenta, en la lápida también se tachará a esas víctimas como delincuentes.

Los mexicanos nos hemos acostumbrado a la muerte y a la impunidad; nuestras autoridades abdicaron en su función de investigar y perseguir asesinos. Cada víctima tiene nombre, familia, una historia y un victimario. Cada muerte merece justicia y los mexicanos merecemos saber la verdad sobre lo que ha estado ocurriendo en el país, al menos desde 2006. Las autoridades deben investigar cada una de las muertes por un indispensable respeto a los derechos humanos. Si para la autoridad no importan las víctimas, al menos debe investigar cada muerte como un instrumento básico para allegarse de información sobre cómo operan y quiénes integran los grupos criminales, de manera que pueda prevenir delitos y sancionar a los delincuentes.

La diferencia entre Nuevo Laredo y Matamoros fue la nacionalidad de las víctimas. A los jóvenes de Nuevo Laredo los condenó la Sedena y seguramente los olvidará la FGR; a los estadounidenses los respaldó su gobierno y el FBI, y sólo por esa razón los buscaron y encontraron en cuatro días.

Es tiempo de erradicar la justicia que privilegia narrativas. México necesita paz, y sólo podremos construirla a través de la verdad y la justicia. Los balazos nos llenaron de sangre y los abrazos no han hecho a México más seguro. A México le urge voluntad política para detener a los criminales. Que el miedo no mate la empatía y nuble nuestro juicio; en este largo conflicto no sabemos quiénes serán las víctimas mañana.

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Presidenta honoraria de la Unión Interparlamentaria

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