“El bienestar de una nación apenas puede inferirse escasamente a partir de una medida del ingreso nacional”, advertía el , cuando formuló la propuesta original de lo que se convertiría en lo que ahora conocemos como el producto interno bruto (PIB). Desde su origen, este indicador no está pensado para evaluar el progreso de una sociedad más allá del valor económico de lo que esta produce. A pesar de esto, el PIB es la medida que guía, rige y permea toda consideración sobre decisiones económicas.

Evidentemente, esto no equivale a decir que debe dejar de medirse el crecimiento económico. Cualquier decisión que tenga consecuencias sobre el bienestar de las personas debe sustentarse con la evidencia correspondiente. Esto permite que valoremos si estas decisiones son adecuadas o no, la cual es una condición indispensable para las deliberaciones que requieren los sistemas políticos democráticos. Pero hay que matizar. ¿Qué pasa si la medida que proporciona la evidencia sobre la que se toman esas decisiones no nos brinda la información completa? ¿Qué pasa si omite elementos como la calidad de vida, la felicidad, la salud, o la integración social de una persona, por mencionar algunos ejemplos? Nuestra situación será similar a la de un barco sin rumbo: estaremos a la deriva perpetua, lejos de cualquier progreso sustancial.

Las consecuencias de lo anterior no son menores. Usar al PIB como un guía exclusivo que tiene todas las respuestas puede llevar a un estado de cosas en el que tengamos un elevado nivel de producción, pero también un elevado número de personas inmersas en condiciones de penuria. No es de sorprender, por lo tanto, que un aumento del PIB pueda ir acompañado de aumentos en la desigualdad económica, en el deterioro de la salud, en la destrucción de ecosistemas naturales o simplemente en la cantidad de personas que acepten a la carencia de felicidad como un elemento característico de sus vidas. Producir no necesariamente implica prosperar.

Por fortuna, los llamados a ir más allá del PIB para medir el bienestar de una sociedad no son aislados, y hay consenso global en ese sentido. A través de la en 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha recomendado a los Estados Miembros buscar otras medidas que incorporen la importancia de la búsqueda de la felicidad y el bienestar en el desarrollo. Esto también guarda relación con los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible, que tienen la premisa básica de “no dejar a nadie a atrás”. Ahí puede resaltarse el Objetivo número 3: garantizar una vida sana y promover el bienestar en todas las edades.

También abundan ejemplos de prácticas internacionales y nacionales que van más allá del PIB. Pueden mencionarse algunos ejemplos. Bután, quien promovió la resolución mencionada anteriormente, cuenta con un Ministerio de la Felicidad y también desarrolló el llamado . También puede citarse el caso de Nueva Zelanda, que desde 2019 ha creado un presupuesto gubernamental que Asimismo, países como Israel y Paraguay cuentan con ministerios orientados al bienestar.

México tampoco es ajeno a estas prácticas. El INEGI, cuenta con el Este indicador constituye un esfuerzo por medir la llamada “dimensión subjetiva” del bienestar. Aquí se va más allá de los aspectos materiales y más bien considera el testimonio vivencial directamente recabado de las personas entrevistadas, en donde estas reportan su calidad de vida.

En definitiva, un crecimiento económico sostenido necesita de todos: por eso debe llevarse a cabo de una manera que incluya a grupos que hasta ahora han sido marginados en pro del crecimiento centrado en el PIB, como ha ocurrido con las mujeres, los jóvenes y los pueblos indígenas de nuestro país. Si lo que se busca es una sociedad próspera, entonces es imprescindible que midamos el progreso con una metodología mucho más holística.

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