La democracia está perdiendo. El Índice de Democracia preparado año con año por Economist Intelligence Unit (EIU) arroja un panorama desalentador: en el 2020 se registraron los peores resultados desde la primera vez que se publicó el índice en 2006. Se estima que solo el 8.4% de la población mundial vive en “democracias plenas”, la categoría que agrupa a países en donde prevalece el respeto a las libertades individuales, la cultura política se alinea con valores democráticos, la ciudadanía está satisfecha con el desempeño de sus gobiernos, los contrapesos funcionan efectivamente, y hay pluralidad en los medios de comunicación y además operan con independencia. Para el otro 91.6% del mundo, hay serios problemas en una o más de esas categorías que solo se agravaron con la pandemia.
La realidad es que el estado de la democracia ya era frágil desde antes de 2020. Innumerables movilizaciones y protestas en la década anterior nos recordaban las consecuencias de sistemas políticos que no son efectivos al atender las exigencias de la ciudadanía. Esas demandas no callarán. Las encuestas de Latinobarómetro, por ejemplo, demuestran que recuperar la confianza en los gobiernos sigue siendo una tarea pendiente: desde 2010, cada vez menos personas en América Latina han manifestado tener “alguna” o “mucha” confianza en sus gobiernos. A estas alturas, ya debería quedar claro que la exclusión de miles de personas de los procesos de globalización y de desarrollo económico no es algo que transcurrirá sin mayores consecuencias.
En el siglo anterior, los avances democráticos solamente llegaron tras varias décadas de lucha y sacrificio de quienes clamaban por sociedades más incluyentes, en donde su voz fuera tomada en cuenta al tomar decisiones de trascendencia mayor. Como se ha visto, la pandemia ya pone en duda ese legado y corremos el riesgo de que todos sus esfuerzos hayan sido en vano. Por desgracia, la Covid-19 se usa como pretexto para institucionalizar prácticas antidemocráticas. Sí, las medidas de emergencia son necesarias, pero ya se había advertido que, en toda democracia constitucional, esas medidas también deben apegarse a un marco de temporalidad e implementarse con estricto apego a la ley y a la proporcionalidad, sin discriminación y con respeto a la igualdad. Pero el índice publicado por EIU este año nos habla de otra realidad: las libertades individuales han sido restringidas a un nivel sin precedentes.
Es un error grave tomar a la democracia por garantizada. En la historia, abundan los ejemplos de sistemas de gobierno en los que era aceptable ignorar, e incluso callar, toda clase de exigencias y protestas. Un sistema donde quienes toman las decisiones deben responder a los intereses de las personas a las que representan es apenas un logro reciente para muchos países, y si bien es perfectible, perderlo sería un retroceso inmensurable. Sin él, no habrá espacio para los demócratas, para quienes nunca desisten de exigir transparencia y la rendición de cuentas a las autoridades, para quienes necesitan de una representación política adecuada, y mucho menos para quienes tienen un férreo compromiso con la defensa de los derechos humanos.