Terminaba el año 2010 y mirábamos con azoro lo que sucedía en las calles y plazas de Tunez, primero, de Egipto después, y poco a poco de lo que en el mapa asemejaba una especie de media luna invertida: el mundo árabe descubría la fragilidad de sus regímenes autoritarios y despóticos, las sociedades y los ciudadanos despertaban, la esperanza renacía.
La Primavera Árabe fue más bien corta, porque pronto regresaron dictadores y tiranos, como en el caso de Egipto, y algunos nunca se fueron, como en el de Siria, pero el mensaje con el que se quedó el mundo entero era el del poder no solo de la sociedad, sino de las redes sociales y las aplicaciones de mensajería, que resultaron de enorme utilidad tanto para la difusión de noticias como para la movilización social, evadiendo los controles de estados policiacos en los que la censura impedía cualquier acercamiento a la realidad.
Diez años y un mes más tarde, esas mismas redes y servicios de mensajería se tornaron elementos indispensables para el mayor asalto a las instituciones democráticas de los Estados Unidos de América desde que, en 1812, tropas británicas atacaron la sede del Poder Legislativo, el Capitolio. Una turba compuesta por incontables miles de ciudadanos simpatizantes del todavía presidente Donald Trump se abalanzó en defensa de su supuesto triunfo, superó fácilmente las pocas barreras en su camino y estuvo a un tris de tener literalmente en sus manos a los legisladores.
¿Inesperado? ¿Inimaginable? Pues fíjense que no, queridos lectores. La convocatoria y buena parte de la organización de la marcha/asalto se dio abiertamente, a través de varias de las redes sociales que apenas una década antes habían sido las “artífices” de la ola democratizadora y que ahora se convirtieron en herramientas de sedición. Días antes ya varios medios tradicionales, entre ellos el Washington Post, habían levantado la voz para alertar de las nefandas intenciones y de los preparativos. Las autoridades locales y federales poco o nada hicieron para impedirlo.
Pero los acontecimientos del 6 de enero no fueron más que la culminación lógica e inevitable de años y años de propaganda y mentiras circulando por las redes sociales. Desde los absurdos rumores acerca del lugar de nacimiento y religión de Barack Obama hasta las desviadas teorías de grupos como QAnon, desde las agresiones de la primera campaña de Trump hasta las falsedades para desvirtuar el voto en la segunda, las redes fueron vehículo, tarima, megáfono para el mayor experimento de engaño masivo desde los tiempos del nazifascismo europeo.
Demasiado tarde, como quien llega a tapar el proverbial pozo, Twitter y Facebook cancelaron las cuentas del presidente Trump y de varios miles de propagadores de mentiras, tras haberlos consecuentado durante años. Tarde también, Amazon decidió retirar de sus servidores a la red ultraderechista Parler, que pretendía ser una alternativa a Twitter.
Muchos aplaudieron, olvidando la complicidad por omisión de los grandes consorcios. Pero no toman en cuenta que además de tardías, estas acciones resultarán inútiles, porque los extremistas han tenido tiempo de sobra para conectarse, para armar opciones alternas en internet, o para irse al mundo clandestino de la red, al Dark Web, que le hace honor a su nombre.
Si teniéndolos a la vista las autoridades no pudieron frenarlos, ¿qué pasará ahora que se vayan al clandestinaje? ¿Cómo se contrarrestará la narrativa de autovictimización de Trump y sus partidarios?
Mucho me temo que el 6 de enero habrá sido solo un aviso de lo que viene.
Analista.
@gabrielguerrac