Con la primaria de New Hampshire el Partido Demócrata se prepara para la que será una ardua y potencialmente divisoria contienda interna, y también la prueba de fuego más severa para su futuro desde aquella vez, en 1972, en que su ala izquierda ganó la candidatura y una salvaje paliza en la elección general.
George McGovern fue el candidato demócrata en ese entonces, un senador de Dakota del Norte cuya afabilidad y decencia fueron insuficientes para contrarrestar a la aplanadora electoral que le colocó enfrente Richard Nixon. McGovern fue presa de las múltiples trampas de ese inescrupuloso personaje que era Nixon, que después condujeron a su defenestración y vergüenza pública en el escándalo de Watergate. Pero fue sobre todo victima de su propia candidatura. Digno producto de los 60, enarboló muchas causas justas y sensatas pero que estaban adelantadas a su tiempo: McGovern llegó veinte años demasiado pronto y veinte grados demasiado a la izquierda de lo que el electorado buscaba en esos convulsos años.
Hoy se da una situación curiosamente similar: un presidente de extrema derecha al que le importan bien poco la moral y las leyes; dispuesto a hacer prácticamente cualquier cosa para aferrarse al poder; que enfrenta numerosos escándalos políticos y judiciales; que provoca en sus adversarios y críticos la más profunda antipatía y tiene niveles de aprobación sorprendentemente bajos. Ante ese alentador panorama para cualquier partido opositor, los demócratas enfrentan una profunda crisis de identidad y de definición del rumbo que desea ofrecer a la nación.
El proceso de selección de candidato se ha ido puliendo después de la debacle de 1972 y la posterior de Jimmy Carter en 1980, para favorecer a candidatos centristas y moderados con mayores oportunidades de triunfar en la elección general. Gracias a ello fue que surgieron los dos fenómenos de Bill Clinton y Barack Obama, pero aun así los demócratas batallan siempre para evitar que su ala izquierda jale demasiado lejos del centro al partido y lo condene a la irrelevancia electoral.
Ni Iowa ni New Hampshire lo definen ni lo predicen todo, son dos estados desproporcionadamente blancos, rurales y “waspish” en comparación con el resto del país, pero son los que marcan el ritmo de la precampaña, donde se comienza a deshojar la margarita de las preferencias de los votantes, donde también los precandidatos se van fortalecen, debilitan o de plano desaparecen de la contienda ante la implacable presión de las encuestas y de los donantes: y es que el dinero, que siempre manda en estas cosas, es particularmente cruel en este breve lapso de tiempo. Candidato que no despunta, que no brilla, que no gana, se va quedando sin donantes y por lo tanto sin oxígeno para seguir en la carrera.
Al momento de escribir estas líneas va a la cabeza Bernie Sanders, con cómoda mas no avasalladora ventaja, y Pete Buttigieg en segundo lugar. Los dos grandes favoritos hace apenas un mes, Joe Biden y Elizabeth Warren, en quinto y cuarto sitio respectivamente, parecen hoy almas en pena.
Si bien todo puede cambiar y este es apenas el inicio de una telenovela de muchos capítulos, lo relevante es que los grandes ganadores de las dos primeras etapas sean un senador independiente (¡!) de 78 años que se autodefine como un demócrata socialista, y un joven de 38 que es el primer aspirante abiertamente gay que llega a estos niveles de la competencia política estadounidense.
Puede ser que, una vez más, los demócratas se estén dejando llevar por el canto de las sirenas de los extremos: en el caso de Sanders por su “socialismo” y en el de Buttigieg por lo progresista en temas sociales. Pero puede ser también que la sociedad estadounidense haya evolucionado mucho más de lo que imaginamos y que sea el momento para que un hombre de izquierda o un candidato LGBT pueda llegar a la Casa Blanca.
Ya lo veremos.
Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac