Estamos atrapados, queridos lectores. Atrapados en el encierro involuntario, en el temor de una enfermedad invisible, inasible. En la preocupación no solo por nuestra salud, por la de los nuestros, sino también por la de nuestras comunidades, de nuestra nación entera. En el miedo al colapso económico, al empobrecimiento colectivo.
Pero también estamos cayendo en todo aquello que provocan el temor, el miedo, la incertidumbre: presos del enojo, del odio, de la división, de la especulación, de todo lo malo que habita en la naturaleza humana y que generalmente es contenido por las convenciones sociales, por las creencias y los valores, por nuestros mejores instintos.
Leo, escucho, navego en las redes sociales y me topo con frases que uno debería no escuchar de sus compatriotas. Expresiones de odio y de desprecio que no son solo palabrería de los bots y troles y los anónimos, sino de personas de carne y hueso, con nombre y apellido. Veo también una auténtica procesión de mercaderes, de revendedores y especuladores que buscan hacer su agosto en la cuarentena. Observo a nuestra clase política, a muchos supuestos líderes sociales y empresariales, y encuentro mezquindad, oportunismo, deseos de que al de enfrente le vaya mal, muy mal, para poder sacar aunque sea unas gotas de provecho, de raja política.
A todo lo anterior se suma el egoísmo de quienes salen a la calle sin necesidad de hacerlo, de quienes organizan o van a fiestas, que obligan a sus empleados a trabajar, mantienen abiertos comercios y negocios no esenciales, agraden a personal médico, acaparan productos de emergencia o de primera necesidad. Y surgen entonces las preguntas inevitables: ¿Por qué somos así como individuos, como “ciudadanos”, como familias, como sociedad? ¿Dónde quedaron la solidaridad, el sentido de comunidad, la empatía con el prójimo, con el menos afortunado?
¿Qué nos pasó?
Resista usted la tentación de culpar a alguien más, apreciado lector. No busque, no busquemos, la paja en el ojo ajeno que distraiga de las vigas en nuestros propios ojos. Porque otra de las cosas con las que constantemente me encuentro es con el pretexto infantil de que fue el otro el que empezó, que fue el de allá el que hizo algo malo primero, como si eso justificara alguna de las conductas que mencioné líneas arriba. Y es en ese juego, el del pretexto y la justificación, en el que nos la pasamos colectivamente.
¿Cómo salirnos del círculo vicioso?
No hay soluciones fáciles para quienes no desean encontrarlas, por lo que nuestro primer paso tiene que ser tomar conciencia del problema. Nos hemos convertido en una sociedad que estimula y premia las trampas y los atajos, que aplaude al que más fuerte insulta, que olvida sus principios por la conveniencia instantánea. Y, como bien corresponde a esas conductas, una sociedad que todo lo disculpa aventándole la bolita al de junto, o mejor dicho al de enfrente.
Pero esto no es una inevitabilidad: sí podemos cambiarlo, sí podemos dejar de perpetuar conductas que sabemos son perjudiciales para nosotros y sobre todo para las generaciones que siguen.
De entrada, romper la cadena del odio y el desprecio. No puede ser que diferencias políticas nos hagan perder amistades, romper el diálogo, insultar y amenazar. No puede ser que creamos que la culpa de todo la tiene UN político, UN partido o UN modelo, ni tampoco que todos los males están en el pasado o el presente.
No puede ser que personas generalmente razonables e inteligentes se dejen llevar por el maniqueísmo, por la simpleza argumentativa de la descalificación y de las etiquetas. No puede ser que gente de bien se deje llevar por el otro virus que nos azota, el de la ignorancia, la intolerancia y el desprecio por quienes son o piensan diferente.
En esta pandemia del odio, la discriminación y la avaricia, sí hay antídotos: los tenemos todos a la mano. Solo hay que hurgar un poco o un mucho dentro de nosotros para encontrar aquello que sí queremos ser.
Analista político. @gabrielguerrac