El 8 y 9 de marzo de 2020 fueron memorables, queridos lectores, queridas lectoras. Independientemente de lo que ustedes hayan decidido hacer esos dos días, más allá de lo que ustedes piensen acerca de las causas que llevaron a decenas, a centenares de miles de mujeres a las calles el día 8 y a muchas más a parar el día 9, ustedes habrán notado y sentido su presencia y su ausencia. De eso se trataba.
La marcha no solo congregó a números inusitados de participantes, sino que pudo ampliar su radio de convocatoria y de inclusión. Muchas mujeres que nunca habían participado en una movilización, o al menos nunca en una movilización con la causa de género, salieron a las calles. Se organizaron, difundieron, coordinaron, crearon cercos y pudieron opacar y aislar con su multitudinaria y ordenada presencia los muy pocos actos disruptivos que fueron además fácilmente identificables como el sabotaje e infiltración que muchos sospechábamos desde tiempo atrás.
Si la marcha en la CDMX y las muchas otras a lo largo y ancho del país fueron visibles y notorias, el paro del día 9 fue impactante no solo por su altísimo valor simbólico sino por lo que nos mostró del país y la sociedad en que vivimos, en que las mujeres tienen que sobrevivir. Patrones que no quisieron dar el día, que apoyaron de dientes para fuera y marcaron la falta en privado, jefes y “compañeros” de trabajo que se burlaron y minimizaron el movimiento, pero también muchos, muchos hombres que sí se dieron por aludidos, que sí intentaron ayudar de alguna manera pero —sobre todo— que abrieron sus mentes, que escucharon, que buscaron aprender, entender, empatizar.
¿Hubo fallas? Por supuesto, como en toda acción relativamente espontánea de estas dimensiones. ¿Simulaciones y falsos compañeros de viaje? También, inevitable además en el ambiente de sobrepolitización de la vida pública y de falta de liderazgos coherentes y creíbles en la oposición. ¿Se equivocó el presidente y con él su gobierno? A Andrés Manuel López Obrador, el político con barrio por excelencia, el que más ha recorrido el país, el que lo conoce en cada rincón y vericueto, en cada ranchería y cada camino de terracería, esta ocasión le falló el instinto. Leyó mal la indignación, se tardó en reaccionar y cuando lo hizo fue muy poco y muy tarde, siempre con un “pero”, siempre con una frase desafortunada que descomponía cualquier intento de acercamiento, de empatía.
Muchos de sus más cercanos agravaron las cosas cuando quisieron hacer de esto uno más de las confrontaciones entre el bien y el mal, entre la 4T y sus enemigos conservadores. Que vieron moros (moras, en este caso) con tranchete en lugar de ver que el miedo, la rabia, la impotencia y la desesperación son los verdaderos motores de este inusitado despertar de las mujeres, mucho más allá de simpatías políticas, filiaciones partidistas, creencias religiosas.
Igualmente mal los políticos de oposición y sus partidos que quisieron montarse sobre la ola: su cinismo e hipocresía no pasaron inadvertidos y serán recordados por muchas y muchos la próxima vez que vayamos a las urnas. En su desesperación por agarrarse de cualquier causa o bandera con tal de golpear al gobierno, solamente exhibieron una vez más su falta de propuestas, de congruencia, de principios.
Viene ahora lo más difícil: después de las dos jornadas históricas, el seguimiento, la presión cotidiana, las labores titánicas de convencimiento, de suma de aliados, de evitar divisiones y fracturas, de recordar los verdaderos objetivos, las causas originarias.
No es este un movimiento político, es mucho más, es un despertar social. Al México machista, patriarcal y misógino lo hemos construido todos con nuestros actos, nuestras omisiones, nuestras tapias mentales. Para transformarlo será imperativo recordar que solo a través de millones de minúsculas y gigantes batallas cotidianas es que se ganan las grandes guerras.
Marchen pues hasta la victoria, para que podamos por fin vivir en la nación justa e igualitaria que tanto anhelamos.
Analista político