Vaya año, queridos lectores. Ya desde enero veíamos que se cernía una tempestad sobre el horizonte, pero en nuestro muy mexicano estilo no hicimos caso hasta que fue demasiado tarde. Bien dice el refrán que hay quien ve venir la tormenta y no se hinca, y en el caso de México la sabiduría popular aplica en triple medida: a las autoridades/clase política, a la “sociedad civil” y a los ciudadanos. Y creo que es justo señalar que los tres hemos quedado a deber, cada uno en su medida.

Esa es una de las muchas cosas que he aprendido este año: frente a la mayor catástrofe económica y de salud pública de nuestra historia, hemos fallado. Fallado al politizarla, al querer buscar siempre culpables en vez de asumir las responsabilidades propias, en hacer equipo, en ser empáticos, solidarios. Y, sobre todo, en ser autocríticos: en mirarnos al espejo y reconocer nuestras propias carencias.

Estos poco más de nueve meses de encierro me han enseñado mucho, y quisiera compartirlo con ustedes porque, aunque tal vez mucho de esto ya lo sepan, siempre es diferente si lo escuchamos (o leemos) desde la perspectiva de alguien más. Van, sin orden establecido, algunas de las lecciones aprendidas:

Cada persona lidia con las situaciones extremas de distinta manera y no debemos juzgarles a la ligera, siempre y cuando no incurran en conductas violentas, abusivas o que pongan en peligro a los demás.

Si bien la pandemia y la crisis son generales, el impacto no es el mismo para todos. Muy al principio escribí en Twitter que no estábamos (y no estamos ahora) en el mismo barco: hay quienes han enfrentado la tormenta desde sus yates y quienes lo han hecho desde frágiles balsas.

Así como no debemos juzgar a los demás con excesiva severidad, tampoco seamos demasiado estrictos con nosotros mismos. Habrá quienes hayan aprovechado el encierro para leer libros a raudales, para escribirlos, para hacer estudios de posgrado o para completar proyectos. Enormes logros, pero igualmente meritorio es haber sobrevivido con familias y amistades relativamente intactas, con cierta cordura, con decencia humana. Porque, créanme, no todos han lo conseguido.

Los héroes sí existen, y no llevan capa. Sus súperpoderes son los de todos aquellos que ponen por delante su obligación y su capacidad de sacrificio por los demás. Médicos, enfermeros, camilleros, voluntarios, pero también trabajadores esenciales: desde el repartidor hasta el productor de comida, policías, bomberos, personal de emergencia, soldados, marinos, trabajadores de limpieza, la lista es interminable.

Hay que ser solidarios, pero también empáticos: la ayuda pierde mucho de su valía si va acompañada de juicios o menosprecio hacia quien la va a recibir. La desigualdad poco tiene que ver con el desempeño individual sino con las circunstancias: la pandemia ha puesto en evidencia las profundas e hirientes disparidades en nuestro país.

No hay que guardar rencores. Muchas personas se han distanciado, enojado, enemistado con sus seres más queridos y cercanos. Hay que entender que nadie se comporta igual bajo presión extrema y hay que saber perdonar u olvidar. Con excepción, claro está, de los casos que mencioné arriba, de conductas violentas, antisociales o criminales.

La crisis no ha terminado. Ni las muertes, ni las enormes pérdidas ocasionadas han quedado atrás ni podrán remediarse. Pero lo que sí podemos todos es tratar de sacar, cada uno a su manera, alguna lección de todo esto. Que al menos eso nos deje este malhadado año.

Analista político.
@gabrielguerrac