Voy a empezar por el final, queridos lectores. Con este artículo concluyo una larga y para mí enormemente satisfactoria etapa como editorialista de El Gran Diario de México. A lo largo de más años de los que es conveniente contar, ustedes han tolerado mis divagaciones mientras que esta, mi casa, me ha dado un trato que solo se le dispensa a quienes son parte de la familia, lo que agradezco infinitamente.
Me he referido a todo tipo de temas: de política interior y exterior, de cosas que acontecen en otras partes del mundo y también de aquellas que nos suceden —y nos afectan— en lo más profundo de nuestro ser. Ha sido el caso de esta pandemia, durante la cual me ocupé en más de una ocasión de la manera en que nos vendría a transformar como personas, como comunidades, como sociedad.
Es demasiado pronto para medir el impacto de esta, la más grande crisis que han enfrentado nuestras generaciones, y tal vez muchos de los pronósticos iniciales resultaran haber sido ingenuamente optimistas, no lo sé. Pero de lo que no tengo duda es de que no seremos lo mismo que antes cuando esto termine. Habremos aprendido a ver y a vernos de maneras diferentes, en espejos no siempre nítidos y uniformes, y es probable que aquello que vimos no siempre haya sido de nuestro agrado.
Nuestro país ha ido cambiando también con la crisis, y ya no será el mismo que antes. Muchas cosas materiales habrán cambiado para mal, al menos temporalmente, y muchas otras nos mostraron lo que nuestras visiones idealizadas a veces nos impedían ver: la solidaridad de millones ahí ha estado y ahí sigue, pero muchos se descubrieron, en el más amplio sentido de la palabra, y se mostraron tal como en realidad son: buscando sacar ventaja de las tragedias personales, tomando decisiones pensando en su propio provecho y no en el de la comunidad o de la nación.
Lo mismo que observamos en las personas se puede aplicar a las naciones: el miedo y la avaricia nunca son buena combinación, y la sobrecompra (por no decir acaparamiento o, en mejor español, agandalle) de vacunas mostró que los supuestos faros morales no existen cuando de proteger sus intereses —y sus negocios— se trata. Lo que pudo haber sido un esfuerzo global terminó siendo una miserable guerra de feudos en los que cada uno buscaba solo defender su pequeña o grande parcela.
Algunas cosas cambiaron para bien, como en el caso de la salida de Donald Trump de la Casa Blanca, pero a un costo altísimo para la democracia y estabilidad política estadounidense. La relativa fragilidad de la todavía única gran superpotencia alimentó naturalmente los apetitos de sus rivales, y tanto China como Rusia muestran músculo a la vez que ocupan mayores espacios, colocando el escenario para lo que será una época de peligrosa inestabilidad.
En México tuvimos —y me atrevo a decir que aprobamos— una gran prueba democrática en las elecciones hace unos días. Muchos cambios y sacudidas que muestran a un país vibrante, plural y diverso en el que todos ganaron y todos perdieron algo, como debe ser en democracia. Toca ahora aprender, TODOS, a respetar a los que piensan y opinan diferente. Solo entonces podremos realmente avanzar como nación.
No puedo concluir mi despedida sin agradecer a los Señores Juan Francisco Ealy Ortiz y Lanz-Duret respectivamente, quienes me invitaron —cada uno en su momento— a este gran diario. A David Aponte, quien siempre me escuchó y aconsejó, a mi incansable y paciente editor, Carlos Morales.
Y, por supuesto, a todos ustedes que tuvieron la generosidad de leerme.