Este 8 de marzo fue intenso, profundo, emocional, difícil. Las mujeres dominaron la escena, así fuera por un día, y ese abrupto cambio en el centro de gravedad mediática fue suficiente para dejar a muchos hombres mareados, confundidos, irritados. Indignados.

Sí, leyeron ustedes bien: irritados. Molestos porque durante un día entero estuvieron expuestos a innumerables testimonios de lo que las mujeres tienen que soportar todos los días. Tuvieron que leer/escuchar sobre las más de 10 mujeres que son asesinadas en México diariamente. Acerca de la desigualdad laboral y de ingresos, que se ha acentuado durante la pandemia. De los muchos actos de violencia de género que no terminan en muertes, pero sí en daños físicos o psicológicos permanentes para las víctimas. Sobre violadores y acosadores seriales que ocupan lugares destacados en la política, en la empresa, en los medios.

Hombres enojados porque durante un día vieron cómo calles y avenidas cambiaron de nombre, en un intento por revertir, por unas horas, la desigualdad que impera hasta en la nomenclatura de nuestras ciudades. Molestos por como el color violeta y el verde pintaron a la ciudad, por ver a sus mamás, esposas, hijas, amigas, colegas portándolos orgullosamente. Incrédulos ante los ríos humanos, las múltiples expresiones de rabia, coraje, frustración e impotencia, ante la manera en que, aunque fuera por solo un día las redes sociales, los noticieros, los espacios mediáticos, estuvieron dominados por y dedicados a las mujeres.

La reacción instintiva de quien no entiende es el enojo, y este se expresa más fácil y rápidamente a través de la indignación, ya sea real o fingida. Así es como muchas de las críticas y descalificaciones hacia lo que expresan las mujeres se enfoque en las formas y los modos de la protesta. ¿Qué necesidad de ser violentas?, preguntan a quienes han sido víctimas de la violencia. ¿Por qué pintarrajear y dañar monumentos?, cuestionan a quienes han visto sus cuerpos mutilados. ¿Qué no ven que así demeritan su causa?, le dicen a quienes siempre han sido relegadas a los espacios interiores de los diarios, a los segmentos menores de radio y televisión. ¿Quién las manipula, quién las dirige?

Muchas preguntas, muchos cuestionamientos, pero con el destinatario equivocado. Muy pocos hombres se preguntaron por qué esta rabia contenida no estalló antes, por qué si fue “tan violenta” el saldo fue -afortunadamente- blanco. Ni tampoco preguntaron a las mujeres cuantas veces en su vida han estado expuestas a prácticas discriminatorias, a que sus oportunidades sean condicionadas, a actos de violencia e intimidación, a la impunidad de sus agresores, a la minimización de los delitos o los agravios.

Esa falta de curiosidad masculina habla de conciencias culpables: de saber que eso que disculpan en otros forma parte de un pacto no escrito ni verbalizado, que se convierte en un acuerdo de complicidades, de silencios, de facilitadores.

El pacto patriarcal existe: burdo y evidente, aunque la frecuencia y la cotidianeidad de los actos que lo componen los vuelva invisibles por la fuerza de la costumbre.

El sistema está podrido. Es inaceptable. Tiene que cambiar: y solo lo hará si las denuncias tienen peso y consecuencias, si el manto protector se usa para cobijar a las víctimas y no a los victimarios, si entendemos que los actos de grupitos violentas no quitan que el fondo del asunto sea el que nos debe escandalizar, y no “las formas” que para algunos son tan importantes.

Las mujeres están haciendo lo justo, lo necesario. A los hombres nos toca escuchar y entender.

Analista político.
@gabrielguerrac

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