Hay un debate verdaderamente interesante acerca del papel que juegan las redes sociales en las democracias modernas, y sobre si son o no factores que promuevan el libre intercambio de ideas o, por el contrario, si se han pervertido al grado de ser facilitadoras de ánimos autoritarios o de plano aspiraciones dictatoriales.
El más reciente detonador de esta discusión, que no es tan nueva, se dio tras el intento de asonada en el Capitolio estadounidense el pasado 6 de enero y la posterior suspensión de las cuentas del hoy ya venturosamente expresidente Donald Trump. Pero la verdad es que es un debate tan antiguo como la comunicación masiva en sus distintas etapas a lo largo de la historia.
La información, como el conocimiento, pueden ser profundamente disruptivos. Desde la antigüedad, el ser humano se ha afanado por aprender cosas nuevas y en transmitir dichos aprendizajes, es decir enseñar, comunicar. Con el paso del tiempo han surgido nuevas herramientas para lograr ambos propósitos, desde cosas tan elementales como el lenguaje o las pinturas rupestres hasta la imprenta, el mimeógrafo o el telégrafo. Cada una de esas, y decenas o centenares de otras, han representado avances revolucionarios —saltos cuánticos— en su momento, que se convirtieron después en parte de la vida cotidiana de la misma manera en que hoy ya lo son el internet y las redes sociales y plataformas que las albergan.
Así pues, me parece que la discusión acerca de si las redes son o no promotoras de la democratización o si, en el otro extremo, son facilitadoras de aspirantes a dictadores o de dictadores, de hecho es muy limitada. Y es que pareciera que las redes son un fenómeno único cuando en realidad no son otra cosa que el más reciente avance de la tecnología en transformar la vida pública, la interacción y la comunicación política, social y económica.
¿Dudan de lo que escribo, queridos lectores? Va un ejemplo de muchos que podría yo dar: corría el siglo XV y dos individuos, que seguramente no se conocieron, estaban a punto de cambiar el curso de la historia. Uno de ellos, Gutenberg, desarrolló una herramienta más poderosa que ninguna antes para esparcir el conocimiento y las ideas: la imprenta. Pocas décadas después aparece en escena Martín Lutero, quien valiéndose entre otras cosas de la palabra impresa y el enorme poder de difusión que esta le otorgaba, inició una verdadera revolución teológica que sacudió y transformó a la entonces más poderosa institución, la Iglesia Católica.
Utilizada para bien, la imprenta ha sido uno de los grandes descubrimientos de la humanidad. Sin ella no imaginamos el mundo moderno. Y sin embargo, la imprenta se ha utilizado también para imprimir y difundir las ideas más atroces y aberrantes de nuestros tiempos: desde los libros sagrados hasta los textos de Adolfo Hitler, todos han pasado por la máquina de Gutenberg. Y nada de eso nos haría pensar que la imprenta fue una herramienta maligna, solo que fue usada para mal, lo que es muy distinto.
Así, igualitos, el internet y las redes. Todo está en el uso o abuso que se les dé, pero también en la ilusoria noción de que se puede regular (en el fondo limitar, o censurar es lo que quisieran) algo tan cambiante como la tecnología y los flujos de información.
Hace algunos ayeres el jefe de prensa de un presidente mexicano creía que si mandaba comprar el tiraje completo de una revista ya nadie se enteraría de su contenido. Hoy quienes quieren censurar las redes cometen el mismo error.
No olvidemos que el liberal de hoy es el posible censor de mañana. Mejor que fluyan las ideas, y exhibir a quienes propagan discursos de odio o de ignorancia. Censurarlos es permitirles victimizarse. Es mucho mejor (y más eficaz) ridiculizarlos.
Analista político.
@gabrielguerrac