Se avecina la lucha por la independencia del sistema electoral para evitar que sea capturado por el obradorismo. Conviene recordar lo que está en juego en esa disputa.
Si votar es una de las pocas instituciones que nos equiparan a los ciudadanos sin excepciones, entonces es necesario aceptar las consecuencias que esto tiene, a saber, que el principio de mayoría o es esencialmente igualitario o no es democrático. Podemos aceptar el gobierno de la mayoría porque al elegirlo todos votamos con los mismos derechos. Subsiste, empero, un problema poco y mal frecuentado: quienes al votar como iguales pierden la mayoría y serán gobernados por ella ¿han dejado de ser iguales a los miembros del grupo ganador? ¿Hasta dónde puede llegar la mayoría al gobernar a la minoría? Si asumimos como premisa la primera oración de este párrafo, entonces no hay otra respuesta posible: fue la condición de igualdad entre los votantes lo que permitió a la mayoría ganar y esa misma condición puede hacer ganar en el futuro a la hoy minoría. Por eso, la mayoría no puede transgredir este límite.
El sentido común podría llevarnos equívocamente a una conclusión diferente: que la mayoría legítimamente electa puede hacer lo que quiera; que sea cual sea su voluntad, puede imponerla a sus miembros (los ganadores) y a todos los demás (los perdedores).
Para justificar esta posición se suele recurrir a la “falacia de Rousseau ” según la cual la voluntad de la mayoría es la voluntad general. Si entendemos a la democracia como una base que infunde un significado común a las instituciones con las que funciona en un momento histórico determinado y no como idéntica a esas instituciones —siempre contingentes—, podemos observar que en esa base coexisten en difícil equilibrio dos principios esenciales: la aceptación de que tomamos decisiones por mayoría (absoluta, relativa, calificada, etc.), y que lo hacemos sin renunciar al otro principio: que nuestra condición ciudadana nos hace a todos iguales frente a los demás. Ahí no importa si se es rico o pobre; moreno, negro o blanco; mujer u hombre; vulnerable o poderoso; gobernante o gobernado. Colocados ante una urna, cada ciudadano tiene el mismo valor. Este principio de igualdad, entonces, no puede ser violentado ni violado por ninguna mayoría. Su legitimidad depende en buena medida de respetar esa igualdad.
Sin embargo, el lector se preguntará cómo es que definimos esa igualdad, es decir, de qué manera sabemos cuando una mayoría, que desde luego gobierna conforme a su proyecto, respeta o viola la igualdad en el ejercicio del poder. A lo largo de milenios, la humanidad ha encontrado en las constituciones la respuesta a esta pregunta. Antes de elegir gobierno es necesario establecer un acuerdo general acerca de lo que nos hace iguales frente al poder y que, por consiguiente, nadie tiene autoridad para transgredir. Una constitución es democrática porque en ella se equilibran con justicia el derecho a la igualdad y el principio de mayoría.
Pues bien, en el caso de México la lucha ciudadana por la igualdad triunfó contra la mayoría que sustentó al régimen presidencialista de partido hegemónico (PNR-PRM-PRI) y dio por resultado (1996) el acuerdo constitucional de instituir un sistema electoral independiente de todo poder que no sea el poder ciudadano en el que todos somos iguales. Esa institución es la dupla INE -Tribunal Electoral, a la que la mayoría en el poder (hoy Morena) pretende someter a su control con la ayuda de algunos grupos oportunistas. De acuerdo con los principios de mayoría e igualdad que regulan el equilibrio democrático, cualquier reforma del sistema electoral debe evitar absolutamente su control por la mayoría gobernante y mantener su autonomía. Esta es la única garantía de que responde sólo a la ciudadanía y esa es la lucha que se dará una vez pasado el “revo-confirmatorio”, para conjurar el peligro de instauración de una nueva hegemonía autoritaria.
Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM. @pacovaldesu