Estamos a un paso de cambiar un sistema democrático de reglas ciertas para la libertad y la legalidad por uno autoritario con leyes a capricho del más fuerte, que dice representar al “pueblo”. Ese es el Plan C que el delirio cesarista quiere imponer con independencia de lo que ocurra en las urnas. Morena concibe que cada voto opositor debe ser descontado y por eso hay en curso una elección de Estado en la que votar es, para ellos, un trámite.

La coalición morenista está hecha de dos anacronismos de siglos pasados: el nacionalismo populista y la izquierda autoritaria. Se usan mutuamente. El primero a los segundos prestándoles el espejito de un “proyecto de nación” y los segundos a los primeros ofreciendo la ficción de que el monopolio del poder es indispensable, arrastrando el cadáver del mayor error de Marx: identificar la democracia con la burguesía y el socialismo con la dictadura. Los que prefieren alternativas pluralistas y democráticas deben ser marginados.

Pero sí hay de otra. Bajo la disyuntiva central entre democracia y autocracia anida un nudo histórico que no es circunstancial. Es la dilución de la presencia del ciudadano en los núcleos de la decisión pública. Si la democracia ha dado libertad, participación y personalidad a grandes contingentes antes marginales, también ha conservado la carga de un Estado patrimonial que está siendo reducido al dictado del caudillo. AMLO y Morena han reciclado los restos de ese Estado y lo quieren permanente.

Hay un antídoto en contra de ambos anacronismos: el voto masivo. A diferencia de las épocas de esplendor autoritario, la ciudadanía pluralista es un poder mayor. Ahí está la marea rosa para probarlo. Por eso nunca había sido tan grande la necesidad de alternancia. La ciudadanía organizada tendrá un protagonismo nuevo, continuo, para volver a demostrar que, sin el piso común de la igualdad política, la división de poderes y la reforma democrática del poder ningún proyecto de gobierno que los deseche de oficio podrá estabilizarse como fue en el pasado. Luego del peor gobierno que hemos tenido en todos los renglones de política pública, la necesidad de cambio es imperativa. No lo es únicamente por razones normativas, sino porque la realidad del país es muy diferente de la que hizo posibles las amargas experiencias del pasado autoritario y de la democracia incipiente que manipularon los factores del poder, incluido el que hoy gobierna.

La mercadotecnia de la caduca oferta morenista propone que la democracia no sirve al pueblo, sino a la oligarquía y que, por eso, ellos están autorizados para formar la nueva oligarquía, esta vez populista. Es la misma falacia en que cayó Francia después de su revolución de 1789, México después de la suya de 1910 y Rusia de la de 1917. Morena vuelve a enarbolar esta falsificación de la historia y de la experiencia del presente.

Eliminar las instituciones que impiden que el Ejecutivo controle las elecciones, la información pública, el Poder Judicial y el Congreso no es más democrático ni popular, como no lo fue este gobierno que sólo sirvió para repartir el dinero que quitó a las instituciones públicas en seguridad, salud, educación, cultura y fomento económico. Es una nueva simulación que ha comprado barata la lealtad de las cohortes y quiere sofocar la palabra de la ciudadanía. Es un delirio.

La alternativa es derrotar el delirio con la democracia y la Constitución. Derechos humanos, sufragio efectivo, ciudadanía libre de chantaje y coacción, división de poderes, control judicial y legislativo del gobierno, reforma radical del Poder Ejecutivo y apertura de los partidos hacia abajo. Nada impediría hacerlo, pues ya no habría caudillo. En un sistema de reglas consensuado y no impuesto, las opciones políticas podrían ventilarse libremente, el Estado reconstruido —después del naufragio— podría obligarse a proveer los bienes públicos suficientes y el gobierno a la máxima eficiencia. La ciudadanía en el centro del voto masivo lo puede alcanzar el 2 de junio.

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