Por más sólidas que sean las instituciones, por más prestigio que tengan entre la población y sus usuarios, por más eficientes que sean para cumplir con los objetivos que tienen asignados, siempre puede llegar un grupo dispuesto a dinamitarlas para imponer su voluntad en la ley que obliga a todos.
Si la historia constitucional de México está plagada de esa recurrencia (propia de una conciencia política retardataria), la del gobierno de López Obrador y sus serviles legisladores se gana un lugar prominente en el despotismo mexicano. La reforma eléctrica, la reforma de la Guardia Nacional y la reforma electoral han sido todas intentonas de hacer, por vía de la ley, tabla rasa de disposiciones constitucionales “fuertes” que se habían conseguido en acuerdos nacionales con amplios consensos. Cada uno de estos acuerdos estaba hecho para durar mientras diera resultados para el país. Aparte de sus méritos propios, el gran valor de estos acuerdos fue conseguirlos a través de la negociación y el diálogo con la pluralidad de voluntades. A pesar de diferencias en tal o cual punto había acuerdos firmes y acreditados para resolver problemas añejos o urgentes.
Morena, un actor entre otros, que en sus ropajes anteriores (PRD) había participado en el acuerdo electoral que ha roto la madrugada del jueves, decidió en 2006 que ya no le era conveniente porque contravenía su infundada creencia de haber ganado las elecciones de ese año. Desde entonces ha bombardeado las instituciones electorales y, ya en el poder, procede a demolerlas. El esperpento legislativo que el Senado emite hoy es resultado de una estrategia para imponer en las leyes secundarias lo que no fue aceptado como reforma constitucional. En rigor, las reglas de la Constitución que definen cómo reformarla son procedimientos que establecen los límites para llegar al consenso. Fuera de esos límites no hay acuerdo válido. Lo que no se acuerda dentro de ellos es inadmisible por la sencilla razón de que no alcanza el consentimiento de la pluralidad mínima que en ella misma se fija como condición para cambiarla. Al no conseguir esto, se mantiene la voluntad de violentar la regla constitucional, lo que equivale sencillamente a lo que muchos han dicho e ilustrado: que un equipo secuestre al árbitro, la cancha y las reglas del juego —y, ya entrados en gastos, el estadio. AMLO-Morena dicen que es la “voluntad del pueblo”. El hecho es inaceptable, es ilegítimo y es digno de desobediencia.
Al aprobarse esta legislación se garantiza el control gubernamental del padrón, del consejo y la administración electoral, la minimización de la oposición y la engorda de satélites corruptos. Al aplicarse echaremos reversa hacia el sistema de partido hegemónico con la marca personal de AMLO. En lo inmediato la elección nacional de 2024 será una elección de Estado, volátil e incendiaria, porque será acompañada de inestabilidad aguda y conflicto exacerbado. Volveremos a un statu quo parecido a los años setenta y ochenta, cuando debido al crecimiento de la oposición y la insuficiente apertura del régimen, el conflicto violento se hizo crónico. Lo que se va a provocar es que la cantidad de perdedores expulsados del “sistema” serán cada día mayores en número, más variados en demandas e identidades, más politizados y comunicados que en aquél entonces y en un país abierto al mundo que entonces no existía. A esto hay que sumar la presencia del crimen organizado, el crecimiento de la pobreza y el malestar social por la muy inferior capacidad del Estado para gobernar, corroída ex profeso por el propio gobierno de AMLO.
La fórmula que nos receta Morena es la restauración de un sistema que hacía agua por todos lados cuando sus dueños aceptaron abrirlo y transformarlo. Volverá a hacer agua como entonces. Una caldera con válvulas inservibles. Una verdadera bomba de tiempo. Le han puesto mecha al polvorín. Desactivar esta bomba queda en manos de la Corte Suprema y de la movilización de la ciudadanía.
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