El presidente aplicó toda su fuerza sobre la Comisión Permanente para hacerla llamar a un extraordinario que expida al vapor la ley de revocación de mandato. Sus parlamentarios, privados de dignidad y traicionando la representación a la que se deben, quisieron imponerse contra todo argumento. Perdieron la votación y la imposición fracasó. Toda una antipedagogía.

El socavamiento de la democracia mediante el uso espurio de las herramientas democráticas es una de las características más señaladas de los nuevos despotismos. Primero se cosecha la inconformidad social, que es genuina y fundada en malestares que no resuelven los sistemas políticos, simultáneamente se ataca a la prensa y a la sociedad civil y se difama a opositores; se crea una realidad alterna fundada en falsedades y se minan las instituciones formales para dar paso al poder sin controles. Para entonces, el descontento pueblo ya no es el que lleva la voz, sino los que dicen hablar en su nombre, en la peor versión de la democracia representativa de la que tenemos conocimiento. Nada que no controle el déspota es aceptable, ninguna voz distinta a la suya tiene validez, sea de propios o ajenos. El populismo, como forma del despotismo, es una forma de esa “carrera hacia ninguna parte” (Sartori) que encarna la política sin ideas.

El principio básico de las herramientas de la democracia directa es traicionado desde el comienzo. Aunque en todo discurso e iniciativa (y vaya que tienen iniciativas) se aduce el empoderamiento del pueblo como emanación del gobierno de los populistas, pero sus disposiciones conducen a lo contrario. La consulta del primero de agosto puso en evidencia la esterilidad de las consultas inducidas desde la cúspide. Ahora se quiere hacer un ejercicio parecido.

La revocación de mandato, introducida en la Constitución en 2019 a instancias de Morena, se inspira confusamente en la aplicación de este instrumento en otras latitudes. Doscientas veintidós páginas tiene el dictamen de las Comisiones Unidas de Gobernación y de Estudios Legislativos que se quiso aprobar a las volandas. Contiene un fárrago interminable que sincretiza 6 iniciativas presentadas por legisladores de varios partidos para reglamentar la figura constitucional. A pesar de que la jerga de los legisladores recurre a los antecedentes y fundamentos sociales y experiencias mundiales de la revocación, en ninguna parte alude al posible uso autoritario del revocatorio como ha sucedido en muchas latitudes. Así, nunca se contrasta la aplicación que ha tenido en Bolivia, Ecuador y Venezuela para afirmar presidentes autócratas con la forma en que se usa en Suiza o Estados Unidos, donde ha servido para remover autoridades incompetentes. Tampoco se mencionan las precondiciones de cultura ciudadana y equilibrios de poder preexistentes que llevan a su utilización para confirmar dictadores o bien para remover autoridades ineptas o catastróficas. La omisión es elocuente. Las comisiones unidas se movieron en las generalizaciones simplificadoras queriendo darle potencia a la herramienta ciudadana sin asumir que, como bien lo saben, el poder del Estado se ejerce ahora para desempoderar a los ciudadanos. El “supremo” quiere utilizar el revocatorio para hacernos creer que, pese a la oposición que le crece por doquier, puede movilizar al pueblo en su favor y así dar un paso más en su objetivo fundamental: revocar la democracia en México. Nos queda claro que en este caso el revocatorio no es para que el pueblo pueda remover al presidente, sino de que el presidente —sin necesidad alguna— pueda usar al pueblo para afirmarse en el poder.

Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
 @pacovaldesu

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