No pocas veces se ha destruido a la república y con ella los derechos de los mexicanos. Así ocurrió con el Imperio de Maximiliano, apoyado por el partido conservador y las armas del “apóstata de la democracia”, como llamara Víctor Hugo a Napoleón el pequeño. Fue menester cargar los documentos fundamentales de la nación en los carruajes de la República, que Juárez y sus más cercanos se encargaron de proteger en el Norte, hasta que la fortuna y el esfuerzo militar lograron la restauración de la primera democracia mexicana. Después vino la dictadura de Porfirio Díaz, que terminó cuando Madero concentró a los demócratas y venció al dictador en las urnas. Asesinado Madero, la mala suerte que corrieron las facciones “maderistas” durante la revolución definió una forma vicaria de abolición de la república al instaurarse el sistema de partido hegemónico que dominó el siglo XX. Esta fue la “dictadura perfecta” fundada por los ancestros del PRI sobre los cadáveres del maderismo. Para removerla fue necesaria la conjunción de las fuerzas democráticas de todos los signos políticos que, unidas a amplios grupos de la sociedad civil, crecieron hasta poner a la cúpula del poder priista en la disyuntiva de la apertura o el endurecimiento. El resultado fue la transición democrática en la que el país se empeñó desde 1994 y que consiguió establecer una democracia con instituciones de alta calidad. En 2018 llegó otra usurpación de la democracia, la que está en curso a manos de Morena y este otro “apóstata de la democracia”, Andrés Manuel López Obrador, que la equipara desvergonzadamente con las grandes reformas de nuestra historia.

La mal llamada transformación es la destrucción del orden democrático que México decidió establecer en una nueva fase de construcción republicana, apostando a la pluralidad política de la sociedad mexicana. No puede llamarse “transformación” a la monstruosa concentración del poder en el presidente para imponer su capricho a la nación. No es digna de ese nombre la desgobernanza en la que han resultado sus medidas en prácticamente todos los renglones de política pública, especialmente aquellos que han violentado los derechos sociales y políticos por vía del burdo ejercicio del poder sin límites o la legislación a modo que emana de su séquito legislativo. Aunque AMLO trate de ocultarlo, los mayores beneficiarios de sus políticas han sido los grandes intereses económicos. Se han llenado los bolsillos más que nunca y han retornado al capitalismo salvaje, del que empezábamos a salir limitando el poder presidencial y sus complicidades con los magnates mediante instituciones de regulación y contrapoder. Es cierto que las transferencias en efectivo le han atraído la simpatía de sectores populares. Sin embargo, estas ayudas palidecen frente al socavamiento de los beneficios que han dejado de recibir millones de personas a través de los sistemas de salud pública y educación; que han sido derruidos en la médula y sobreviven solo por los esfuerzos de sus trabajadores. Con las reformas propuestas el 5 de febrero, el presidente pretende extender esta devastación al sistema de pesos y contrapesos que la transición democrática instauró al hacer de los tres poderes del Estado ramas independientes entre sí, capaces de vigilarse mutuamente, y al impulsar un federalismo que empezó a dar sus primeros balbuceos luego de décadas de subordinación política y precariedad administrativa.

El plan de López Obrador para conseguir el 69% de los votos para el Senado —y el dominio absoluto sobre los tres poderes— es factible únicamente con un fraude electoral masivo. AMLO ha apostado su resto. Si lo consigue mediante la elección de Estado en curso, la República habrá sucumbido nuevamente. Como en otros duros pasajes de nuestra historia, a todos los demócratas les corresponde la responsabilidad de detener el golpe. La elección de 2024 porta este karma. No se trata de una elección entre la izquierda progresista y la derecha conservadora, sino de la defensa de la república democrática contra la banda que pretende entronizarse en una nueva autocracia.

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