“El demagogo surge cuando el demócrata es incapaz de adelantarse a los hechos”.
—Ricardo Lagos, expresidente de Chile
¿Por qué necesita la 4t derruir las instituciones electorales? La respuesta más obvia es porque necesita controlar el voto para mantenerse en el poder. Con el voto van el padrón y la lista nominal, las juntas distritales y locales, el servicio profesional, la credencial de elector, la boleta electoral y, desde luego, los resultados de las elecciones para que no den otro color que el guinda de su partido. Además, lo hace por rencor sobre hechos imaginarios. Según la mentira que cuenta, en 2006 y en “otras muchas” elecciones, el INE operó fraudes en su contra.
El Plan B no es solo eso. Si observamos con cuidado la transición democrática los cambios más profundos y reiterativos que se le hicieron al régimen político fueron de naturaleza electoral. Estos cambios eran indispensables porque su propósito era dotarnos de instituciones que permitieran el libre flujo de la política, del conflicto y de los acuerdos entre los partidos políticos y los ciudadanos, organizaciones y movimientos haciéndolos capaces de elevar su voz con fuerza al espacio de la política.
Sin embargo, los nuevos jugadores nunca dieron por concluido el arreglo de la cancha de juego para dar el paso a lo más trascendental de toda transición democrática: democratizar el modo de gobernar característico del Estado autoritario. Se quedaron rotando en su propio eje y olvidaron el movimiento de translación del sistema en su conjunto.
Además, la liberación del juego político-electoral se dio sobre el telón de fondo de una modernización de gran calado —económica y administrativa—, autoritaria en su origen y luego continuada bajo la democracia. Ese fue el pecaminoso “neoliberalismo” rechazado por los nacionalistas y la izquierda radical. Al romper con él, la facción disidente de los herederos del sistema hegemónico contribuyó a las filas democráticas, pero solamente mientras lograba hacerse de nuevo con el poder. El jefe indiscutido de esa facción hoy es AMLO, que ya aplacó —salvo una que otra voz— las buenas intenciones de lo que queda de la “corriente democrática”.
Lejos de abrirse al contacto, al diálogo, la disputa y la construcción de acuerdos de Estado, los herederos del viejo sistema se mantuvieron en resistencia hasta llegado el momento restaurador. La democracia electoral fue, para ellos, una mera táctica temporal, como lo es para la izquierda radical que se les pegó al cuerpo. Las elecciones de 2018 ofrecieron la oportunidad de recuperar la Presidencia, el centro vital del autoritarismo patrimonialista. Apoyados en la “cláusula de sobrerrepresentación” formaron la supermayoría legislativa que completó el cuadro para desplazar el juego democrático e iniciar la restauración.
Lo que hemos vivido desde 2018 es la reposición progresiva del autoritarismo del Siglo XX en materias neurálgicas como la energía, la seguridad, las autonomías de Estado y el clientelismo de partido. Con el Plan B se sientan las bases para diluir la capacidad competitiva de los partidos que ahora están en la oposición y de cualquiera que surja en el futuro. Serían los satélites voluntarios o involuntarios del nuevo partidazo que, a su vez, sería una muy deslavada copia del original. Esto podría ocurrir si de plano se cierra la posibilidad de hacer lo que no se hizo entre 2000 y 2012: la reforma democrática del Estado que debía seguir a la del régimen político.
Quizá las reservas democráticas en la sociedad civil consigan invertir el equilibrio a favor de esa asignatura pendiente junto con los partidos de oposición, si de veras quieren evitar pasar a un prolongado estado larvario. Ambos caminos están a la vista y la moneda en el aire. Si el Poder Judicial no invalida por lo menos lo sustantivo del Plan B y éste se implanta, la 4t alcanzaría su objetivo estratégico: reponerle al Estado autoritario el régimen electoral igualmente autoritario que le hace falta. Un país no puede ser electoralmente democrático y estatalmente autoritario. México ha vivido en esta contradicción insostenible. La cuestión de fondo es si la queremos resolver dando el paso definitivo hacia la democracia constitucional o regresando a la oscuridad de las hegemonías.
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