La simulación y el sigilo han sido las marcas definitorias del proyecto obradorista. Una torpe, pero efectiva combinación de buenas intenciones, falsedades y decisiones estratégicas han formado su trayectoria. La esencia de esa política autoritaria está a la vista. La combinación de intenciones, falsedades y estrategia están fundadas en el engaño. Detrás de los megaproyectos, de la obsesión por legislar contra la Constitución, de imponerse sobre otros poderes del Estado, de insultar y descalificar a los críticos se encuentra una sola finalidad: concentrar el poder a tal grado que cuando ya no quede adversario de peso se declare con sinceridad el proyecto político de mono-arquía. En griego “mono” significa uno y “arkhein” (αρχειν) el primer lugar. El dominio del “primer” individuo.

Después de los ríos de sangre que han corrido desde las revoluciones del siglo XVIII, sabemos que la democracia es una diarquía, es el poder dividido en dos: pueblo y gobierno. Entre ambos media una pluralidad de partidos que debe competir por el voto para gobernar. La diferencia fundamental entre el viejo orden feudal y la moderna sociedad democrática es el fin de la monarquía y el inicio de la diarquía. Si en la primera los gobernados no tenían vela en el festín absolutista del soberano, en la segunda son el soberano que necesita de las instituciones para gobernarse. Estas instituciones y quienes las manejan son juzgadas por su apego al interés público.

Los proyectos políticos autoritarios han tratado, una y otra vez, de suprimir este espacio inevitable -e indispensable- de la libertad política. El Plan B de AMLO quiere regresar a la ficción de una “totalidad” perfectamente expresada por esa figura vicaria del monarca: el presidente. Pretenden suprimir la diarquía en aras de la coherencia sentimental, de la unidad en torno a una voluntad total y monolítica, de la racionalidad de la dictadura. La imposibilidad de realizar -a la larga- la supresión es más que obvia, pero el intento de hacerlo es necesariamente opresivo y cruento.

No toda ficción colectiva es regresiva, pero la ficción mono-árquica sí que lo es. Bajo su proceder sigiloso anida el anhelo irrealizable de dar a conocer sus verdaderas intenciones -su proyecto-, cuando llegue el momento de la unificación del todo sin discordancia, lo que es imposible. Su utopía es que cuando todos seamos uno -o sea, todos iguales a ellos- sabremos querer o desear únicamente la voluntad del monarca, que sería uno y el mismo con su pueblo. Todos serían “nosotros” únicamente en él.

Al igual que las pompas de jabón, esta visión grandilocuente y miope de la vida colectiva revienta en los alfileres que le aparecen por todas partes en la forma de opiniones discordantes, que son naturales en una sociedad diversa e imposible de homogeneizar. No se puede unificar el todo sin suprimir las partes que se resisten al dominio de la indiferenciación.

Esta es la finalidad del Plan B: eliminar la estructura institucional que permite las elecciones libres. Las elecciones son el grado cero de la democracia. Aunque no basta, sin ellas no existe. El Plan B de AMLO quiere eso: eliminar la separación entre pueblo y gobierno que tiene que existir para que el gobierno le sirva al primero y no al revés. Pero en nuestro caso, AMLO-Morena quieren expropiar la personalidad política del ciudadano para convertirlo en súbdito.

En su forma dramática este agonismo fue puesto en escena el 5 de febrero en el Teatro de la República . El Legislativo y el Judicial advierten al Ejecutivo de la necesidad de la división de poderes que brota de la democracia y el Ejecutivo les revira con la pretensión mono-árquica -supuestamente irresistible- de “devolverle a la Constitución toda su grandeza” revirtiendo las reformas que la soberanía popular realizó una vez que conquistó la democracia. La implicación es evidente: debemos regresar a la infancia política bajo la tutela del poder absoluto. Más clara la regresión autoritaria, imposible.

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Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales,
UNAM.
@pacovaldesu