López Obrador fue estratégico con la Constitución durante su permanente campaña electoral de dos décadas. Siempre ocultó su parecer al respecto y, en el mejor de los casos, decía defenderla y estar de acuerdo con ella, luego juró cumplirla. Es memorable su insistencia en defender el poder presidencial que, en su forma normativa y práctica, ha propiciado las mayores catástrofes políticas de la nación. AMLO suma su gestión a la cauda de presidentes que ha ejercido el poder extralimitando sus facultades constitucionales. Llegado al mando su actitud estratégica cambió por otra progresivamente más sincera. El primer gran acto de sinceridad anticonstitucional (fuera de su gestión), entre muchos, fue la consulta a mano alzada para acabar con el aeropuerto de Texcoco. La suma de sus decisiones y propuestas lo hacen ya enemigo abierto de la democracia constitucional.
El primer acto de este teatro híbrido que combina la técnica de marionetas y actores de carne y hueso fue la reforma constitucional para crear la Guardia Nacional. La ingenua oposición y la mayor parte de la opinión escrita creyeron que todavía estaban jugando el juego democrático y la dejaron pasar, sólo para encontrarse con la voluntad del presidente de no ceder su control a manos civiles, sino mantenerla bajo la férula de las fuerzas armadas. De ahí se generalizó la inconstitucionalidad: la administración pública fue puesta cada vez más en manos de militares; el aparato administrativo civil fue adelgazando y perdiendo capacidades a pasos agigantados; se dejó de cumplir con la obligación de licitar, con el derecho humano a la información y con el debido proceso (prisión preventiva a discreción), se pactó con el crimen organizado (que “nos respetan en los retenes”). Se ha atacado desde el primer día a la prensa libre y a los críticos, a la sociedad civil, a los jueces y magistrados y a la Suprema Corte. Todo lo que caiga en el costal de obstáculos al ejercicio libérrimo del poder arbitrario del presidente y su círculo ideológico y pretoriano es el enemigo y debe ser destruido. De no ser posible destruirlo, hay que sobajarlo hasta la impotencia. El Poder Legislativo ha quedado ya postrado a los pies del neocaudillo y la Suprema Corte de Justicia de la Nación es el blanco en la mira de los disparos presidenciales.
La pasividad de la sociedad es aterradora y habla de la abundancia en ella de la extrema indiferencia. Con la excepción de la sociedad civil movilizada en defensa de la democracia constitucional, una gran masa de la población observa inconmovible la destrucción del Estado mexicano. Esa pasividad da lugar a que el presidente haga ya campaña para promover la continuidad de su personalísimo proyecto después del 2024. Presentando como obstáculos “golpistas” las sentencias de la Suprema Corte contra sus designios (el Plan B, el “decretazo”, la paralización del Inai…) ha convocado al “pueblo” a darle a Morena en las elecciones del año próximo los dos tercios que harían la mayoría Constitucional en el Congreso. De esa manera podrían reformar la Constitución de cabo a rabo y acabar de una vez por todas con el equilibrio de poderes y los derechos humanos para reducirlos a la voluntad arbitraria de su(s) gobierno(s).
Cuando Andrés Manuel dijo “al diablo con sus instituciones” estaba mandando al diablo a todos los que participaron en su construcción y puso manos a la obra para hacer de su pesadilla autoritaria una realidad. Para ello encontró tierra fértil en la secuela de problemas y resentimiento dejada por el PRI y a la magra administración de esas secuelas por los gobiernos de la transición. Y obtuvo fertilizante en la incalculable masa de crédulos de buena o mala fe, instruidos o ignorantes —o ilustrados en todo menos en la semántica política—.
No hay que hacerse ilusiones, la lógica anticonstitucional de AMLO llegará hasta donde alcance su voluntad de poder mientras no se tope con otra voluntad que lo detenga.