Una democracia saludable requiere de vigorosos debates de los asuntos públicos en todos los medios posibles, desde las conversaciones familiares y juntas vecinales hasta los medios de comunicación y el parlamento. El grado de confrontación y polarización de la conversación pública varía con la intensidad de las preferencias y la disposición al compromiso de los contendientes. La democracia es para eso, para resolver los conflictos sin violencia. La herencia funesta de las revoluciones y las guerras ha contribuido a que la democracia sea un valor universal, un sistema preferible y preferido sobre aquellas porque es el único que permite las transformaciones pacíficas.

Uno de los más importantes aprendizajes de las democracias en la historia es que después de las elecciones, en las que por su propia dinámica se agudizan las diferencias para que el público se entere mejor de las opciones que puede elegir para darse gobierno. Las autoridades electas quedan sujetas al orden constitucional para que hagan lo que las leyes les mandatan expresamente respetando el debate público, que continúa en la esfera civil y no se interrumpe entre elecciones.

Lo que vemos en México, en cambio, es un Ejecutivo que opera en dos fases: por un lado, la polarización a toda costa encabezada matinalmente por el Presidente y, por el otro, sus secretarías que hacen como que hacen políticas públicas, disfrazando mal y con grandes penas las instrucciones atrabiliarias de su jefe. La conducta del Presidente está motivada por dos propulsores: una aguda sensibilidad sobre la pobreza y la desigualdad social y la convicción de que resolverlas es un asunto que le reclama abrumar la tribuna presidencial con su papel de agitador social.

Primero fueron el pueblo bueno contra los “privilegiados”, los fifís contra los chairos, la prensa mala contra la buena, el neoliberalismo contra la 4T y poco a poco ha ido escalando hasta partir el mundo en dos: los que están con su proyecto y los que se le oponen. En su palabra no existe el enorme espectro de la diversidad y el pluralismo del México real. Todo lo convierte en blanco y negro. Los más notorios de sus diputados (a excepción de Porfirio Muñoz Ledo que lo critica casi a diario), lo secundan cumpliendo cabalmente sus deseos o “echándole montón” a quien se atraviese. El último sainete —seguramente habrá otros antes de que estas letras se publiquen— lo protagonizan sus diputados contra la presidenta de la mesa directiva del Congreso, que interpuso muy atinadamente una controversia constitucional contra el decreto de militarización de la seguridad emitido por el presidente el 11 de mayo.

La paradoja del caso es que el desbordamiento del Presidente como jefe de partido y no de Estado contribuye a inflamar la sensibilidad pública en su contra, al tiempo que sus políticas sociales no sólo no superan las aplicadas por gobiernos anteriores, sino que están siendo rebasadas por los problemas que quieren atender. Recientemente el Coneval publicó un documento en que da cuenta de ello.

La polarización atizada por el Presidente no ayuda a la solución de los problemas de fondo porque guarda sus principales baterías para la contienda electoral del 2021, que él mismo ha echado a andar anticipadamente. En esto sus adversarios no son las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad que debería atender, sino la oposición política y social que ha buscado convertir en perdedores absolutos. Polarizar como despropósito puede convertirse pronto en polarizar en vano.



Académico de la UNAM.
@pacovaldesu

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