Quizás la tragedia mayor de las nuevas democracias sea la permanente inestabilidad constitucional que las caracteriza desde sus albores en el último cuarto del siglo pasado hasta la actualidad. La incapacidad de gestión y de voluntad de cambio de los actores políticos que han sido decisivos en los poderes del Estado son sólo una de las caras de esta moneda. La otra cara es la de un equilibrio internacional que a la par de las transiciones democráticas, abandonó los cánones que le dieron sentido hasta el fin de la guerra fría y en el que los poderes internacionales buscan hoy nuevos acomodos que rompen con aquellos.
Los populismos actuales son una manifestación de esos desajustes. Al igual que en el periodo de entreguerras (1919-1939), ha vuelto a aparecer como resultado de la inoperancia del Estado, a veces real y a veces aparente, pero sin duda sentida. Grandes mayorías han percibido a los sistemas políticos como artefactos inoperantes y extractivos de riqueza pública. Durante cuarenta años las políticas económicas han tenido como finalidad la poda de las instituciones públicas como respuesta a la crisis del Estado social y ajustes del gasto en bienes públicos para subordinarlo al mercado. El desmantelamiento ha sido heterogéneo. Por ejemplo, en la Inglaterra de Margaret Thatcher, símbolo de ese momento, nunca se produjo la destrucción total del sistema de welfare. Su prestigio era grande entre los trabajadores, las clases medias y buena parte de las élites. En cambio, donde esta reputación era débil las privatizaciones llegaron al extremo.
Las transiciones democráticas discurrieron por estas agitadas aguas. En algunos países, como es el caso de México y otros en América Latina, las instituciones de protección social se debilitaron al tiempo que los grupos que eran sus clientes, como los sindicatos, se diluyeron en la nueva organización productiva que los aplastó o no pudieron aprovechar en su favor. Instituida la democracia en este entorno, su vocación natural, a saber, el acomodo de las demandas de los todos los grupos sociales en las esferas de decisión sufrió un gran sesgo debido a las restricciones a las que fueron sometidas o que aceptaron sus representantes en la esfera pública.
Las reglas del cambio democrático se traslaparon con los cambios de reglas geopolíticas y geoeconómicas: globalización más desregulación de los mercados, principalmente los financieros. Bajo estas condiciones, las posibilidades de generar desde el Estado el mayor bienestar público mermaron, no únicamente por las preferencias electorales hacia partidos de derecha o de izquierda, sino porque las aspiraciones de mayor bienestar de las clases medias y populares chocaban con las limitadas posibilidades de crecimiento y distribución económica. Así le ocurrió a Gran Bretaña en gobiernos progresistas (Blair y Brown) y a Estados Unidos en periodos demócratas (Clinton y Obama). Para romper el cuello de botella era menester desafiar las reglas del sistema económico internacional contrayendo o estirando al máximo las reglas democráticas de los estados nacionales. Esta estrechez dio por resultado oligarquías o populismos, ambos de naturaleza regresiva. Las formas oligárquicas miraron hacia el futuro dentro de los estrechos límites del interés de las élites; las formas populistas, sean de derecha o de izquierda, aspiran ilusoriamente a romper la camisa de fuerza, con apoyo popular abrumador, y así regresar a un pasado idealizado al que es imposible volver.
La única forma de romper esas derivaciones oligárquicas y populistas genéticamente emparentadas es abriendo los acuerdos internacionales hacia un arreglo económico y social que admita que la democracia, incluyente e igualitaria por naturaleza intrínseca, admita en las decisiones a las mayorías sin arrasar con las minorías ni con las herramientas para la construcción de futuro que son el avance científico técnico y la deliberación política global. El estado de derecho que abrigan las constituciones democráticas no tendrá estabilidad sino cuando las estrategias de los agentes coincidan con sus reglas. Por eso se requiere una fuerza capaz de reencontrar la economía con la política en un pacto constitucional de nuevo tipo.