En el fondo conceptual de la reforma eléctrica está una clave para entender uno de los males endémicos del Estado mexicano contemporáneo, esta vez protagonizado por el gobierno actual y su partido: la renuncia a gobernar a las élites económicas y someter al grupo gobernante a la disciplina que requiere el interés común; dos tareas que son esenciales de todo Estado respetable. Para decir que ambos grupos son gobernados tienen que estar subordinados al imperio de la ley, al igual que todos los demás. Pero en México no es así. Por ello están en entredicho tanto la reforma energética (statu quo actual) como la contrarreforma que propone el presidente (statu quo que él prefiere, aunque no sabemos a ciencia cierta qué tanto los suyos la desean).
Si de algo se queja el Presidente es de la corrupción. Según todas las encuestas y el análisis de sus conferencias mañaneras, ese es el motivo principal de sus desvelos. Se nos ha repetido hasta el cansancio que las reformas “neoliberales” originaron corrupción al por mayor. Los gobiernos neoliberales, en su momento, decían lo mismo, pero del “Estado obeso”, ese que Bartlett y AMLO quieren restaurar, al que se acusó reiteradamente de propiciar la corrupción. A ciencia cierta, nunca hemos visto un ajuste de cuentas con la masiva corrupción que se alega o se alegó en uno y otro caso. Una de dos: o no había tanta corrupción como se afirma o nunca, ni antes ni hoy se ha combatido a ese mal como sería debido. Los juzgados no se darían abasto procesando a funcionarios menores y a peces muy gordos por igual, y los penales estarían repletos de exfuncionarios debidamente condenados a los castigos correspondientes y el erario público habría recuperado cuantiosos recursos. Podemos presumir que no es así. El gobierno sigue usando el “método ejemplar” de atrapar a unos cuantos para el escarnio de escaparate. Las cárceles no están llenas, los juzgados no tienen una carga desproporcionada por este tipo de casos y la Fiscalía se dedica a perseguir científicos por “crimen organizado”, en vez de perseguir a las mafias que controlan el 30 por ciento del territorio nacional, según informan autoridades de Estados Unidos.
La contrarreforma energética aduce otra, principalísima, razón de ser: “recuperar” la soberanía. ¿De qué soberanía nos hablan cuando el Estado es incapaz de garantizar el imperio de la ley, que es el acto primigenio de la soberanía moderna? El hecho de que muchos piensen que en el actual gobierno se está combatiendo la corrupción no se condice con la información que es capaz de producir ni la Función Pública, ni la Auditoría Superior de la Federación ni ningún otro organismo del Estado. Vaya, ni la Cámara de Diputados que es -o debería ser- el órgano de rendición de cuentas por excelencia.
La soberanía alegada es un sueño trasnochado heredado de hace más de 350 años en el tratado de paz de Westfalia (1648). Esa noción fue substanciada con la creación de los estados nacionales, pero invocar ese tipo de soberanía en un mundo completamente interconectado, en el que está inserto México y en el que debe apostar a su futuro, no puede ser más que una fantasía. O como lo aseveran algunos, simples ganas de volver a concentrar el poder en un gigantesco elefante blanco con los altísimos costos económicos y sociales que generarían una energía más cara e ineficiente, un aparato administrativo más costoso y una corrupción tan extendida o más que la que sabemos que existe aunque desconocemos sus dimensiones por la incapacidad del gobierno para aplicar y hacer cumplir las leyes, y auditar con certeza. Y todo para recrear una concepción obsoleta de soberanía en cuya cúspide quiere recrearse una presidencia omnipotente y cleptocrática. Contra todas las apariencias, la contrarreforma resume la impotencia para gobernar y la resignación ante el pasado. En esto puede resumirse la decisión de invadir todos los ámbitos posibles de la economía para aplicar un placebo estatizante donde se necesita la medicina del estado de derecho.