El primitivismo político de Morena y su liderazgo han dado lugar a un fenómeno paradójico. Por una parte, su avance y llegada al poder político resulta del hartazgo social, presumiblemente grande si lo medimos por la votación de 2018 y por las expresiones que expanden las ondas de su eco. Un sector del descontento social encuentra en la “proximidad” (mayormente ilusoria) que el líder parece proporcionar a las masas una palanca para hacer que sus esperanzas y aspiraciones tengan cabida en el sistema político. Por cierto, una “cabida” no tan cabal, que se da por interpósita persona y no en forma propia y continua como sería deseable.
Sin embargo, la moneda tiene otra cara que no suele observarse, y es que esa esperanza no ha sido razón para elevar la calidad de la ciudadanía de quienes la abrigan; por el contrario, ha despertado los sentimientos más agresivos e intolerantes del resentimiento acumulado. Y este fenómeno es bifronte, tiene su origen en dos convicciones del liderazgo presidencial actual y que predomina sobr e todo su movimiento: que el líder —López Obrador— sintetiza las aspiraciones del pueblo y es a través suyo que éste se expresa, y la falacia ideológica de que la institucionalidad política con la que contamos es esencialmente “neoliberal” y que, por consiguiente, solamente sirve en la medida en que facilita instrumentalmente la concentración del poder, el monopolio de la fuerza, en quienes se dicen, se creen y se proclaman súbditos del líder y verdaderos representantes del pueblo. Las dos caras se engoman en la consecuencia que necesariamente se sigue de lo anterior: conseguido el acceso instrumental al poder, debe cerrarse el paso a cualquier competidor, sin reparar en quemar las naves de la travesía democrática.
Mediante esta doble operación se hace desaparecer al pueblo de carne y hueso en la acción política y se le transforma en un rebaño debido a sus pastores. Como se sabe ampliamente en los saberes de la política, los derechos de la gente pueden ser conferidos paternalistamente por la autoridad política. Se puede incluso tener un Estado constitucional y social sin democracia, pero en este supuesto el gran ausente es el pueblo que, reducido de esta forma a una totalidad indiferenciada se evapora en entidad abstracta y se condena a una presencia efímera y turbulenta en la política cuyas instituciones devasta.
Al llegar a la encrucijada de la concentración polar de la expectativa mayoritaria, la suposición de disponer de un cuerpo doctrinal “superior” que dicta la orientación que debe seguir “el pueblo” se evoca inevitablemente la imposición autoritaria de esa “doctrina”. Como no puede vivir en ese diálogo sin fin que es la disonancia democrática necesita convertirse en “racionalidad perfecta” que no tiene contradicciones y que sólo puede imponerse con la dictadura. Sin dictadura es imposible el imperio de una “doctrina superior”. Dejemos de lado el hecho de que al proceder así con el tiempo este dogma sagrado “devorará a sus hijos”, cuando ya “liberados” por la palabra de los dioses reclamen libertad, autonomía y voz propias. Recapacitemos ahora en lo que está en el orden del día, a saber, que este proceder implica romper con el Estado de derecho (la ley), implica renunciar a cambiar las leyes por la vía de los procedimientos constitucionales respetando los valores de inclusión y pluralismo, así como los preceptos que garantizan la defensa legítima de las minorías. A eso nos conduce la 4T, a la imposición de una “razón de Estado” esencialmente despótica.
@pacovaldesu