En memoria de David Huerta
La izquierda radical perdió la brújula cuando llegó al poder. No es que la usara mucho antes de obtenerlo, pero una vez trepada en el ladrillo se le extravió el norte magnético. La lucha por las libertades y el cambio social con justicia por las que pugnó son sacrificadas al servicio de una estructura vertical del poder, de la cual quiso, pero no ha podido deshacerse y a la que, finalmente, abraza y endurece (cambió de opinión). Con la comodidad de llegar al gobierno y ocupar sus palacios bajo el lema “ahora será diferente” (“no somos iguales”), ha metido por la ventana lo que se proponía sacar por la puerta: la captura del Estado por fuerzas no democráticas en su más cruda expresión, pero revestidas de un carisma popular que no distingue el mitin o la asamblea de la procesión a los santuarios exudante de fanatismo. Esta izquierda degradada ejerce el poder como “Yo el Supremo”, que el insigne paraguayo Augusto Roa Bastos retrata en su novela homónima.
El mal de fondo no reside en el apetito de poder, sino en el errado diagnóstico según el cual ocuparlo por una fuerza que se dice dispuesta al cambio es sinónimo de efectuar la política esperada. El análisis es totalmente equivocado, pues con las mismas estructuras de poder vertical y despótico se obtendrán resultados despóticos. El vicio es viejo y puede rastrearse hasta los clásicos. Marx y Engels grabaron el error en las tablas del Manifiesto Comunista y de ahí pasó al leninismo con su infinito sectarismo y su condena de la democracia. Cuando dijeron que ésta no es más que “forma” de la dominación capitalista se equivocaron de punta a cabo. Las “masas trabajadoras” —haciendo la concesión a esa arcaica fraseología— prefirieron el camino de la ciudadanía (o, si se quiere, ciudadanización) como la forma por excelencia de incorporarse al ejercicio del poder. Y pudieron hacerlo más y mejor en las naciones que mejor siguieron el camino de la “democracia burguesa”. Ese es el “mentís” que, parafraseando al último Engels, les dio la historia. La clase obrera avanzó más por el camino de la lucha democrática y parlamentaria que por el de la revolución. Millones de euronórdicos están ahí para probarlo, lo mismo que millones de muertos en la Unión Soviética y la China de Mao.
América Ibérica está atrapada en la condena de una promesa de emancipación con incumplimiento garantizado. Mientras esa maldición no sea rota no habrá cambio de relevancia. En el espejo invertido de tres pequeños países está la demostración. Costa Rica, Chile y Uruguay han roto con la desigualdad extrema y crónica (no así Bolivia, Venezuela y Nicaragua). Sus culturas sociales y políticas tienen un registro de intolerancia con la extrema inequidad. Chile se distingue de los otros dos por su turbulencia, aunque muy distinta de la de Ecuador, Perú o México. La diferencia entre Chile y estos últimos estriba en que, a pesar del fallido intento de refundación constitucional, los chilenos se enfrentan a la creación de un nuevo Estado, mientras que los otros tres han fallado una y otra vez en hacerlo. Chile, Uruguay y Costa Rica han conseguido implantar culturas igualitarias y alineado a las élites con el abatimiento de la desigualdad. Lo que los iguala es que democratizaron sus estados autoritarios —aun a pesar de la regresión que impusieron las dictaduras militares—. Los tres tienen por denominador común el mayor avance en el subcontinente en derechos sociales y en la autonomía ciudadana que requiere la democracia moderna. Esas no fueron conquistas de la izquierda radical, sino de la socialdemócrata.
Mientras vemos con esperanza —y fundado escepticismo— la experiencia de Colombia y el futuro del Brasil, se han perdido Nicaragua y Venezuela. Argentina navega en la pez del peronismo y México, borracho, oscila ante el abismo que le ofrece una lumpenizquierda —hoy acorazada por el Ejército— cuya sordera es digna de otro ensayo de Saramago.
Investigador del IIS-UNAM
@pacovaldesu
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