Neoliberalismo y populismo se hermanan por un gen que heredan de la tiranía: la deformación de la democracia a la que imponen formas despóticas. Ambos pueden incubarse en sistemas democráticos y llegar al poder por la vía electoral. Si el primero aplica estrictamente su receta económica, es decir, si impone férreamente el dominio del mercado y la minimización del Estado, el resultado es la concentración de la riqueza en una pequeña élite y el incremento de la pobreza y la desigualdad. En consecuencia, el gobierno se ve orillado a imponer el orden en una sociedad de malestar y a inclinar la ley en favor de las élites y en detrimento de la mayoría. En un orden así, nadie puede reclamar justicia social a través de la legalidad en sentido estricto, a menos que esté garantizada por la legislación, en cuyo caso el modelo ya no sería neoliberal, sino algo muy diferente. Por consiguiente, ese orden corromperá la democracia transformándola en “oligarquía”, el gobierno de los pocos que Aristóteles consideraba una degeneración de la aristocracia, el gobierno de “los mejores”.
Para ponerlo en términos actuales, la oligarquización de un sistema político en el que hay sufragio y elecciones periódicas es un caldo de cultivo para que la desesperanza se propague y eche raíces la expectación por una vida mejor, con frecuencia depositada en un redentor, a quien se le otorgan poderes excepcionales y virtudes sobrenaturales. Esta deriva de la política tiende a promover a sus contrarios. Uno de ellos (aunque no el único) es el populismo, proclamado como remedio de la devastación causada por la oligarquía. El populismo es un fenómeno específico de la política, no una simple demagogia económica aunque la incluya. Sus signos característicos lo ponen de manifiesto. La identidad de facción le permite distinguirse antagónicamente de todos los demás y proclamarse mayoritario. Su idea de mayoría es autoritaria. Se trata de “una” mayoría orientada a mandar y disponer como le dé la gana, no para definir el gobierno y la agenda pública, sino para imponer un Leviatán en una sociedad que lo ha de obedecer o descarriarse. De preferencia será una mayoría que tratará de sustraerse a la formación de mayorías alternativas, como es normal en democracia. El líder gobierna y manda como representante directo de la mayoría. Las intermediaciones, las instituciones, los procedimientos que en las democracias forman parte de la justicia y el respeto a la integridad de los ciudadanos son estorbos que no pertenecen a la identidad dictada por él. Paradójicamente, el protagonismo del líder desplaza el protagonismo del pueblo, especialmente cuando llega al gobierno. Entonces, la mayoría se convierte en una multitud de espectadores de la que no emerge ninguna personalidad propia, distinta, singular o diferente. La concentración de poder en un individuo anula a sus seguidores que, fieles a la ilusión de pertenecer a la mayoría del dirigente, se convierten en sus vasallos. Aun cuando ocupen otros cargos de representación, no actuarán como promotores de una idea compartida; cualquier voz propia será peligrosa porque puede contradecir la ficción que encarna el líder y ser expulsado del cuerpo colectivo.
La oligarquía y el populismo arrasan con la democracia. La primera termina por reducir la libertad a una quimera irrealizable por la carencia de medios para ser libres. El segundo acaricia siempre la tentación tiránica y la subversión de la constitución. Para ambos, el pluralismo es un mal por superar porque el desacuerdo y la deliberación son especies inferiores del pensamiento único cuyo pleno dominio asegura la mentira de un horizonte de certezas sin fisuras. Para la oligarquía es fundamental poner a su servicio la maquinaria del Estado desprendiéndolo de lo que sirva o haya servido al interés general de la sociedad. Para el populismo es imprescindible constitucionalizar su mayoría; hacer que no haya otra voz ni otro poder de importancia distinto al suyo. En esa espiral despótica se disuelven el titular de la soberanía, —el ciudadano consciente y actuante—, y el autogobierno democrático.
Académico de la UNAM.
@pacovaldesu