La presente crisis es de época, no de “modelos”. Dentro de una época es normal encontrar modelos que compiten entre sí para dirigir la vida social y que gobiernan alternándose. Cuando esa competencia es inútil, cualquier búsqueda dentro de las mismas “cajas de herramientas” llámese neoliberalismo o cualquier vaguedad que se le anteponga como “postneoliberal” es igualmente improductiva. ¿Cuál es entonces la alternativa? Si revisamos las trayectorias de las experiencias de alternancia entre “derechas” e “izquierdas”, los saldos son paradójicos y contradictorios. En un extremo hallamos el caso de Venezuela y Nicaragua: postradas económica, política y moralmente. En otro, donde las extremas derechas han controlado el poder, como en Guatemala, Honduras, el Perú de Fujimori, la Colombia de Uribe y Conde, el Paraguay post-Lugo y el Brasil de Temer y Bolsonaro o la Argentina de Macri, la depredación económica y social ha sido y es la única clave de intelección posible. En ambos extremos las formas de corrupción son rampantes y las formas de gobernanza se han degradado a niveles nunca vistos. En situaciones menos extremas o más favorables, al menos hasta hace poco tiempo, Costa Rica, Chile, Ecuador y Uruguay han ofrecido fórmulas de gobierno de izquierda moderada que han intentado armonizar la economía capitalista con la reducción de la pobreza y la desigualdad, así como la participación de los menos favorecidos en la renta nacional. Cada uno de los casos de ambos extremos tiene orígenes y realidades diferentes, lo que hasta cierto punto los hace incomparables. Pero las comparaciones pueden hacerse desde el punto de vista de las fórmulas de gestión que se han aplicado. En el caso del primer extremo, la izquierda dura, populista o no, sobresale por haber establecido fórmulas de dominación autoritaria que han barrido con la posibilidad de la alternancia mediante elecciones. Son llana y simplemente autocracias depredadoras y cleptómanas cuya identidad de izquierda abona al desprestigio de quienes las presentan como modelos alternativos. En los países del segundo caso, vemos la aplicación desesperada de políticas llamadas “neoliberales” o alguna versión tropicalizada de ellas. Son también formas de autocratización y depredación de unas oligarquías que atentan sistemáticamente contra los derechos de grandes grupos de la población y obtienen resultados de gobierno que las desacreditan más temprano que tarde.
En el tercer caso, el de los gobiernos situados (a) en la izquierda moderada, es notable cómo se han hecho progresos muy relevantes en la reducción de la pobreza y, en menor medida, en la desigualdad. Pero a la vez llegan a callejones sin salida sin encontrar cómo hacer frente a un nuevo nivel de expectativas socioeconómicas derivadas de los primeros logros. El caso de Chile en estos momentos es probablemente el más crítico y merece especial atención: redujo la pobreza en más de 20% manteniendo una política económica ortodoxa (neoliberal), pero ahora enfrenta una explosión de las expectativas, imposibles de satisfacer para la nueva clase media vulnerable bajo los parámetros económicos y sociales predominantes. Chile no puede salir de este malestar si el Estado no atiende la exigencia de modificar no sólo aquella política económica sino también la idea de lo que es el Estado como casa común, y ésta está ni en la opción bolivariana ni en la radicalización del fundamentalismo de mercado.
El problema es también de dimensiones internacionales. Los acuerdos que cerraron la Guerra Fría con la Segunda Paz de París (1990) y abrieron una etapa de globalización monocéntrica están quebrados. Los “estados de mercado” que son su prescripción, han resultado insuficientes: la reacción más virulenta ha venido del Norte con el proteccionismo trumpeano y británico, agregando a la zozobra mundial más cepas de crisis constitucional. En Chile como en todas partes, el problema es, pues, constitucional o si se quiere “constitutivo”. Los fundamentos de la cooperación para la vida en común están rotos e inventar los nuevos antes de que sea demasiado tarde, será el imperativo central de la tercera década del siglo.
Académico de la UNAM.
@pacovaldesu