Al llegar al poder, AMLO ofreció un cambio de régimen. Hoy está a la vista que se refería a poner en reversa el avance democrático y exacerbar los andamios patrimonialistas y autoritarios del presidencialismo hegemónico. La clave para entender la contrarreforma política del Presidente está en sus resultados. El partido mayoritario aumentaría sus asientos en el Congreso y el gobierno controlaría el sistema electoral. No se busca dar más poder al ciudadano, sino de aumentar el del Presidente y su partido.

Mientras que hoy elegimos 500 diputados y 128 senadores, la iniciativa propone 300 y 96. Y cuando en el modelo vigente el INE tiene autonomía plena, la contrarreforma busca reducirla al mínimo para someterla al control del gobierno en turno. Además, el recorte al financiamiento convertiría a los partidos en agentes de temporada, atenuando su presencia en la vida política permanente.

La proporcionalidad pura es una carnada seudodemocrática para encubrir un anzuelo autoritario. Cierto que es el mejor método para “proporcionar” votos con representantes. Sin embargo, hay dos omisiones que reflejan la obsesión de AMLO-Morena por el control absoluto del poder. La primera es la reducción de la cantidad de representantes por habitante. Mientras el número de electores crece cada día, la proporción de legisladores por población disminuiría. Hoy hay un diputado por cada 260 mil habitantes, número que aumentaría a 433 mil al reducir las cámaras con lo que el partido mayoritario crecería en las cámaras en detrimento de la oposición. España tiene 349 diputados —un diputado por cada 178 mil habitantes—, menos de la mitad de lo que se propone para México.

La segunda obsesión es el control de las elecciones. El método de elegir consejeros y magistrados electorales (además de la reducción de su número), por votación popular a propuesta de 20 o 10 por cada uno de los “los tres poderes”, institucionalizaría la propiedad gubernamental del árbitro. En lugar de una selección escrupulosa —por la sociedad civil y el Congreso—, como es ahora, tendríamos un circo electorero y clientelar entre los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) para garantizarse una cuota sobre el sistema electoral. Imaginen los “arreglos” entre los tres si prevalece un partido con vocación aplastante que domine el Congreso y una Corte sitiada por el Presidente. La contrarreforma política endurecería el presidencialismo exacerbado, que es la tara genética que nos mantiene en la infancia política.

El respeto al pluralismo y a la integridad del INE es la base elemental para impedir la regresión. AMLO-Morena no aceptan ni el pluralismo político ni la autonomía de la autoridad electoral —o alguna otra—. Siempre los han negado. Tan es así que, antes de presentarse, no ha sido sometida al debate de la opinión pública ni de la pluralidad política. Ellos se venden como la única opción legítima (“el pueblo”) y, por consiguiente, deben asumir todo el poder, mientras que los “otros” son traidores a la patria. Han renunciado al diálogo, a la negociación y a la deliberación. La base de toda reforma en serio es la buena fe, la credibilidad en que cada jugador respetará las reglas del juego y al árbitro que las hará valer. Desde los años noventa del siglo anterior toda reforma política convocaba a los involucrados y se debatía frente al país. De esa buena fe no queda ni el rastro. La iniciativa -que nació muerta- es, pues, una vulgar trampa propagandística. Manipula los prejuicios extendidos sobre el sistema electoral y de partidos (“caro”, “ineficiente”, “superfluo”) para avanzar un proyecto populista retardatario y desacreditar a quien la rechace.

La reforma política que necesita México no es una reforma del régimen, sino del ejercicio del poder del Estado, empezando por el presidencialismo omnímodo que es el corazón del autoritarismo. Y esa es harina de otro costal.

Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM

@pacovaldesu

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