En memoria de Ludolfo Paramio
En el juego de ajedrez el perdedor queda inmovilizado y el juego termina. En política el juego nunca acaba y si el perdedor es anulado llega la tiranía y se incita a su némesis, la rebelión. Cuando la garantía de permanencia en el juego que otorga la democracia se pierde es porque la democracia ha desaparecido.
Entre el día de la elección y el día en que la nueva presidenta ocupe la silla del águila median dos procesos postelectorales que serán motivo de conflicto por ser un avasallamiento de las minorías que representan alrededor del 45 por ciento de los votos para el Congreso. El primero es la sobre y la subrepresentación en ambas cámaras y el segundo es la permanencia en el cargo del presidente saliente durante el primer mes de la nueva legislatura. Ambos procesos tienen su origen en la persistencia del autoritarismo por evitar el arribo completo a la democracia política. Sin alargar la historia, el primero data de 1986 cuando se establece la “cláusula de gobernabilidad”, momento en el que el partido hegemónico, el PRI, quería evitar el “gobierno dividido” (un presidente sin mayoría en el Legislativo), porque en tal caso negociar con la oposición era obligado. El segundo proviene de la reforma política de 2014 que redujo de tres meses a uno el intervalo entre la instalación de la nueva legislatura y la toma de posesión del presidente. Este segundo factor es otro residuo de la presidencia hereditaria que servía para que el titular saliente (siempre con mayorías en el Congreso), completara o impusiera medidas con o sin el acuerdo del presidente entrante.
Ambos vestigios del antiguo régimen han colonizado el pathos de la 4t y son las herramientas con las que pueden clausurar el ciclo democrático iniciado en 1997. Si se integran las cámaras malinterpretando el artículo 54 (fracciones IV y V) de la Constitución y, en vez de asignar diputaciones y senadurías de representación proporcional según la votación obtenida y los límites que ordena la Constitución, se admite una sobrerrepresentación mayor al 8 porciento permitido tendremos cámaras con un desequilibrio formidable que podría significar la asignación del 75 porciento de curules a los partidos que obtuvieron en total el 54.7 porciento de la votación correspondiente y solamente el 25 para los partidos que obtuvieron el 45. Si se impone esta interpretación fraudulenta, la distribución de asientos representaría una brutal vuelta atrás de la evolución democrática que sostuvimos en favor de la mayor correspondencia entre número de votos y número de representantes. Los ganadores quedarían sobrerrepresentados por el doble de curules permitidas por la Constitución, mientras que los perdedores quedarían subrepresentados en la misma proporción. El contrasentido se entiende mejor si se asume que la “gobernabilidad” no está en riesgo pues los ganadores tienen mayoría, por lo que una supermayoría serviría únicamente con el fin de aplastar a la oposición y restaurar el autoritarismo.
A lo anterior se añade la otra pretensión agregada artificialmente a la elección del 2 de junio. Ese día la ciudadanía estaba llamada a elegir un nuevo gobierno, no una Asamblea Constituyente. Sin embargo, el presidente inyectó ilícitamente esta idea en la campaña, de tal modo que en el fatídico septiembre que le quedará de mandato pueda conjuntar la sobrerrepresentación antidemocrática con el golpe final a la democracia constitucional que representan las reformas constitucionales que reconfigurarían todo el sistema político.
El desequilibrio radical que se produciría en este escenario está a la vista. La mayoría se impondría sobre las minorías haciendo a un lado la voluntad de casi la mitad de los votantes y se restauraría el sistema en el que el ganador se lleva todo y los perdedores se quedan sin poder alguno. Sería una regresión de 180 grados. En términos reales, giraríamos de la proporcionalidad de la representación ciudadana que avanzó en la transición democrática al sistema de desigualdad política radical que contienen los sistemas autoritarios y hegemónicos.