A finales del siglo pasado México entró en una etapa de profundo cambio de sus instituciones políticas. Importantes sectores estaban hartos de un régimen político de partido hegemónico que era insostenible y que respondía cada vez menos y de peor manera a las exigencias de una sociedad que ya no quería ser gobernada con la verticalidad y el paternalismo de un sistema autoritario, cerrado y corrupto. Las reformas de los años ochenta y noventa produjeron en sucesivas oleadas un nuevo régimen electoral que hizo posible las elecciones justas y limpias, como ha sido demostrado hasta la saciedad.

Gracias a ello, en 1997 el septuagenario partido hegemónico perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y tres años después la Presidencia de la República. Se había dado un cambio de paradigma por el cual pasábamos del autoritarismo a la democracia. Se instauró, así, una República democrática por primera vez en más de un siglo, si descontamos el efímero gobierno de Madero. Durante casi 20 años, el incipiente tránsito político se destacó por dos rasgos acusados: pluralismo electoral y tibias reformas del poder. El primer aspecto hizo posible que todas las fuerzas políticas pudieran ser gobierno mediante elecciones competidas y justas. No faltaron manchones de irregularidades, pero fueron los menos y nunca, aunque Morena y su jefe insistan, definitorios del resultado.

Pero algo falló. La alternancia no cambió este contrahecho sistema político y no se hicieron las reformas necesarias para impedir la degradación generalizada del abuso de poder. Ante esta inmovilidad la desaprobación social no hizo más que profundizarse. La mayoría ciudadana decidió entonces sacársela de encima votando por una opción revestida de santidad.

En franca emulación del dinosaurio histórico, los partidos predominantes mantuvieron la aspiración de que al volverse mayoritarios podrían instaurar impunemente su hegemonía supraconstitucional. Y esa aspiración no ha muerto. Ahora se asoma en los resortes que mueven a muchos de Morena. Los descarados intentos de imponerla se observan en esa enfermedad senil del autoritarismo que consiste en conseguir propósitos violentando los marcos constitucionales y legales existentes. Violentar la norma significa cambiarla a modo y conveniencia de la ocasión aprovechando la mayoría y pasando por encima de disposiciones previamente existentes, y a las que todas las autoridades electas juraron fidelidad. Cuando estaba en la oposición, Morena exigía suelo parejo, pero al hacerse dominante se inclina peligrosamente a traicionar los principios que decía tener y afianzarse en el poder mediante maniobras ilegítimas. más allá de los límites constitucionales.

No debe confundirse esta crítica con la idea de que no se vale cambiar las reglas y estructuras existentes. Todo lo contrario: el cambio es necesario y es posible en el contexto de la Constitución de la República. Pero en las últimas semanas han surgido acciones que refrendan pulsiones presentes desde la llegada la gobierno. Van algunas: la “ley Bonilla” en Baja California; la defenestración ilegal del fiscal de Veracruz; el “agandalle” de la mesa directiva del Congreso de Quintana Roo; el intento de imponer la “ley Padierna” para asegurar la dirección del Congreso sin respetar la alternancia con la oposición, como está en la ley vigente. En un discurso patético un diputado de Tabasco propuso la reelección de AMLO. Éste le contestó diciendo “soy Maderista, no reelección.” ¿Se mantendrá esta convicción o terminará por aceptar, como otros lo han hecho, “porque el pueblo se lo pide”?

No olvidemos que el mayor fracaso de la transición fue la no-reforma del Estado para democratizar el ejercicio del poder. Nuestro sistema de gobierno sigue siendo frágil y vulnerable a las intenciones hegemónicas. Hasta ahora han sido resistidas. El único antídoto contra la impunidad es el Estado de derecho. Sin él tendremos más de lo mismo. Por eso es fundamental que el partido mayoritario demuestre que su compromiso democrático no es un mero truco de temporal.


Académico de la UNAM.
@pacovaldesu

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