Las reformas constitucionales para controlar al Poder Judicial e integrar la Guardia Nacional a la Sedena han secuestrado la función cardinal que desempeña el juicio en la democracia. Extraídos de las manos de la República, las funciones de juzgar y castigar quedan bajo el control del partido hegemónico.

La obsesión del obradorismo por radicar la autoridad exclusivamente en los gobernantes electos y suprimir de facto a autoridades no electas en las urnas, así sean constitucionales como el Poder Judicial, es la más genuina expresión de la amnesia histórica disimulada en el delirio populista. La amnesia se alimenta de la mala fe; el giro de 180 grados que dieron a sus principios habla por sí solo. Lo que los dirigentes de Morena defendían antes de llegar al poder es lo contrario de lo que procuran ejerciéndolo. La lista es larga, pero basta señalar la militarización —a la que se oponían— y el control del Poder Judicial —cuya independencia defendían.

La separación de las tareas de juzgar y castigar de la de legislar proviene de luchas centenarias que han tomado prácticamente un milenio en concretarse. Es en los sistemas democráticos de gobierno donde esta separación se ha institucionalizado y se materializa en la división de poderes. En la Magna Carta de Inglaterra de 1215 encontramos plasmado el triunfo de una reivindicación que hoy es, salvo en las tiranías (bananeras o no), irrenunciable: el debido proceso garantizado por un poder independiente de quien acusa a partir de leyes formuladas mediante la consideración obligada y cuidadosa de los argumentos de todos. En la democracia constitucional la ciudadanía deposita en el Poder Legislativo la facultad de emitir la ley para juzgar a sus pares por actos indebidos, incluyendo a las autoridades. De este modo da a la policía y a los juzgadores la facultad de procurar e impartir justicia. En este proceso, los legisladores no pueden apropiarse de la facultad constitucional para definir los límites y relaciones de los poderes del Estado, a menos que decidan violar la Constitución con las consecuencias trágicas de ilegitimidad que ello conlleva.

La presidencia de la República, los legisladores del bloque Morena-PV-PT y las instituciones electorales (INE y Tribunal), han transgredido esta prohibición interpretando fraudulentamente los artículos 54 y 135 constitucionales. En el primer caso, por la sobrerrepresentación ilegítima y en el segundo, por modificar una Constitución democrática para volverla autoritaria mediante la interpretación dolosa de la facultad constituyente de enmienda. En la justificación de este gran fraude se manipula el principio de que al acto legislativo le subyace una “presunción de constitucionalidad” (Monreal dixit). Con la falsa tesis de que “el pueblo legisla” por mano de la mayoría de los legisladores se encubre la ilegitimidad de la maniobra que cambia la naturaleza democrática de la Constitución por otra de naturaleza autoritaria. Y en eso seguirán con fuerza embrutecida. El crimen será perseguido por el ejército, no por policías, y la justicia será impartida por juzgadores controlados por el partido hegemónico.

Jueces y magistrados han dictado suspensiones a la promulgación de estas reformas. Hasta ahora han sido desacatados, a pesar de ser autoridad en control de constitucionalidad. Ya veremos si lo hacen también con la Suprema Corte. Con el desacato se consolida el fraude constitucional y se comienza a fraguar el cemento que cohesiona el entramado jurídico de la autocracia.

El juicio, pues, está siendo secuestrado y con él la legitimidad democrática. La mayoría parlamentaria suprime imaginariamente la separación entre representantes y representados inherente a la democracia y, al hacerlo, se desentiende del debido proceso parlamentario plasmado en la ley. De no revertir esas reformas quedaremos en manos de la arbitrariedad institucionalizada. Se consumará una operación semejante a la que Chávez-Maduro, Vladimir Putin o Víctor Orbán y otros autócratas usaron para fundar con legalidad regímenes autoritarios que carecen de legitimidad constitucional democrática. Sin embargo, tarde o temprano, al caer el espejismo populista, esa legalidad se evidenciará ilegítima, como le ocurre cíclicamente a los autoritarismos constitucionales.

Investigador del IIS-UNAM

@pacovaldesu

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