En las últimas semanas hemos visto en varios países de América Latina grandes quiebres de la estabilidad política. En Ecuador, Chile y Bolivia, tres países en los que se celebran elecciones regularmente; dos de ellos, Chile y Ecuador, en los que ha habido alternancias de partido gobernante ahora vemos grandes y graves protestas masivas que reclaman justicia en donde ha predominado un “modelo” económico productor de desigualdad social y política. Bolivia, país en el que ha gobernado varias veces el mismo presidente y su tercera reelección parece afirmarse, aunque con un boquete de legitimidad electoral bajo la línea de flotación.
En 2018 Brasil y México fueron conmovidos por cambios drásticos en la orientación del electorado. En el primero, la mayoría se inclinó a favor de la extrema derecha después de haber tenido varios gobiernos de izquierda, de moderada a radical, que hicieron transformaciones profundas en el horizonte socioeconómico del país. Entre las más notables está sin duda la reducción de la pobreza; un año después Brasil ya registra una regresión por el aumento del número de personas en condición de pobreza. En México la mayoría llevó a la presidencia a una opción de izquierda que, a su vez, se impuso como mayoría absoluta en el Congreso. En nuestro caso esta composición política del impacto electoral no se había visto desde 1994 y los efectos socioeconómicos aún no se pueden valorar a escasos 11 meses de gobierno.
Estos giros drásticos, algunos teñidos de movilizaciones violentas, otros pacíficos apuntan a un mismo fenómeno: la gran brecha que se ha formado entre las condiciones democráticas de acceso al poder y las formas de ejercerlo que deshonran con mucho ese origen democrático. Todos los países mencionados han tenido elecciones regulares que hacen posible que los ciudadanos emitan su voto con razonables márgenes de libertad e información. Sin embargo, los giros bruscos de preferencias electorales (izquierda-derecha, pluralismo-supermayoría) y/o la erupción inesperada de grandes protestas sociales (Ecuador, Chile) revelan una insatisfacción profunda con “la política”, los partidos, los gobiernos, las instituciones. Esta insatisfacción no es sólo con ciertos partidos por contraposición a otros que serían preferibles, sino es una insatisfacción con el ejercicio del poder del Estado por parte de cualquier poder político que pudiera haber llegado a dirigirlo el país. El bajo crecimiento económico, la mediocridad de los servicios básicos de educación y salud, las pensiones de hambre, la pobreza endémica, la desigualdad, la corrupción, la arbitrariedad, la impunidad de los poderosos grandes, medianos y pequeños, la exclusión, el clasismo y el racismo dan como resultado una generalizada convicción de que nos hemos quedado sin alternativas y, para muchos, especialmente los jóvenes, sin horizonte de futuro.
Como bien lo muestra el informe de Latinobarómetro 2018, el rechazo no es a la forma democrática de elegir gobierno, sino a la forma en que se gobierna, a la relación entre régimen político y sociedad, a la ausencia de herramientas de la sociedad para controlar y orientar el poder político en su actuar cotidiano. Es, pues, una crisis de representación política de la sociedad en el Estado. Es la percepción cada vez más amplia de que quienes gobiernan no nos representan, o lo hacen a veces, mientras no se topen con poderes internos o externos a los que no pueden controlar aun cuando quieran servir a los intereses de la mayoría de sus representados.
A más de cuatro décadas de la tercera ola de la democracia, los ciudadanos de América Latina podemos más o menos elegir gobernantes (con excepción de tres dictaduras: Cuba, Venezuela y Nicaragua), mediante comicios y sin violencia, pero los gobiernos dan resultados decepcionantes y algunos se aferran al poder para no soltarlo ni cuando pierden en las urnas. Vemos, así, pruebas fehacientes y vivientes de cómo las democracias sin instituciones que habiliten y controlen el ejercicio del poder para que sirva son tan frágiles como castillos de naipes ante un soplo. La lección es contundente: sin democracias constitucionales sólidas, sin Estados que se hagan cargo de todos los derechos humanos no hay futuro.
Académico de la UNAM.
@ pacovaldesu