Estaba cantado: la 4T dilapidó su herencia transformadora a cambio de un populista plato de lentejas y hoy se empiezan a ver los saldos. Para quienes creyeron que el proyecto de AMLO sería la entrada en un proceso de cambio a favor de resolver las graves carencias y desigualdades sociales, económicas, políticas y culturales, los resultados de la gestión de la 4T son poco menos que desastrosos. Sin dejar de reconocer avances en algunos rubros como el incremento del salario mínimo (ya evaporado por la inflación), las pensiones a mayores y las transferencias directas, las retromanías del mandatario han abierto un hoyo gigantesco en la realidad que no existían o habían sido superados. Sangrar recursos para pagar doblemente un aeropuerto cancelado, malgastar en una refinería que se hunde, dañar las selvas del sureste para hacer un tren obsoleto, resucitar a un Pemex que absorbe y absorberá cada vez más dinero bueno para echarlo al malo, desmantelar los programas sociales y la administración pública con el pretexto de la austeridad y el verdadero interés de concentrar el poder, etc… Los avances, si los hay, no pueden verse con claridad por la opacidad y falta de transparencia inducida por la presidencia.
Hoy el país tiene mas deuda, menos ingresos e inversión, más personas en situación de pobreza, menos democracia y libertad, más miedo e inseguridad, peor entorno internacional autoinfligido, peor administración pública y más corrupción gubernamental. Probablemente haya menor desigualdad, pero no porque los de abajo hayan subido, sino porque los de en medio han aplanado su nivel de vida, mientras los de mero arriba continúan la orgía de acumulación y son los verdaderos aliados y cómplices del Presidente, por más que lo niegue.
Tan negativos son los saldos que en la propia coalición de Morena supuran las grietas: un sector radical obsoleto intelectual y políticamente —y que la sabe perdida—, empeñado en arrebatar el partido de las manos de su administrador, un grupo moderado —que algún día tuvo criterio propio— ocupado en eludir los autogoles que se propina el Presidente, y un sector obsecuente (¿el mayor?) que bala en cuanto se lo pide el jefe. La escena se colma con el protagonista principal atacando a diestra y siniestra, y violando la Constitución y las leyes al ver que la corrupción toca las puertas de su propia casa. Y ese primer actor aprieta el paso para consolidar su poder buscando legitimarlo con el revoconfirmatorio y aferrándose a sus tres, al parecer imposibles, reformas: energía nacionalista y sucia, militarización de la seguridad y supresión de la autonomía de las autoridades electorales. Quiere cerrar el círculo para asegurar el poder cuando se le escapa y sus cartas se agotan. De no rectificar, que sería un acto de humildad improbable, quedarán pocas alternativas. El peligro es obvio: el panorama le pinta cada vez más impopular y su obsesión por una transformación que no fue lo encamina a romper el orden constitucional para privar de derechos a los que supone sus adversarios. Una farsa inconclusa que puede prolongarse en tragedia.
El mayor error ha sido no haber tomado el camino de las reformas progresistas para remontar la lógica excluyente del desarrollo con políticas regulatorias y fiscales que mejoraran las capacidades del Estado para revertir la distribución regresiva del ingreso, de los bienes públicos y del poder, para las que el país estaba políticamente a punto. La 4T no ha producido nuevos equilibrios económicos, sociales, ambientales y políticos para hacer despegar al país con la superación de las más angustiantes brechas que lo cruzan. La 4T quiso ser “transformadora” (eufemismo de revolucionaria), cuando la democracia conseguida nos ofrecía el camino para una gran transformación pactada. Hoy no tenemos transformación, ni pactos, ni bienestar, sino un país más polarizado y al borde del desmantelamiento. Las peores consecuencias ya pesan sobre los “humillados”, a los que invocan como justificación pero utilizan como carne de cañón.