El 10 de diciembre se cumplieron 75 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Sin este acuerdo de la casi totalidad de los estados y los millones de muertos que yacen en el trasfondo de su concepción (primera y segunda guerras mundiales y revoluciones que las acompañan), ninguna sociedad gozaría hoy de los derechos y garantías que, a pesar de miserias y desigualdades, disfruta una proporción de personas sin precedentes en la historia humana. Garantías contra el despotismo, garantías contra la miseria, garantías de libertad de realización son derechos de cada persona por el simple hecho de pertenecer a la especie humana. No surgieron de la nada, sino de luchas por derechos sostenidas por generaciones que se pierden en el tiempo; tampoco se evaporan ante las opresivas realidades del presente. Poco a poco han penetrado las estructuras mentales, ideológicas y de poder y han formado un tope con el que colisiona todo proyecto de dominación. La historia de los derechos es la historia de la remodelación de las ideologías políticas gracias a ellos.
Si no fuera por las luchas por derechos cívicos y políticos, sociales, económicos y culturales ni el liberalismo, ni el socialismo, ni el pragmatismo en todos sus colores y versiones se habrían transformado hasta sus traducciones contemporáneas. Y, a la vez, han sido las ideologías políticas las que han empujado u obstruido el cumplimiento de los derechos. El fundamentalismo de mercado, hijo bastardo del liberalismo, se ha empeñado en desplazar los derechos sociales y económicos al “mercado”, haciendo de la mezquindad virtud, y el socialismo autoritario se ha opuesto a los derechos políticos porque admitirlos implica disolver el monopolio del poder y a cambio de la sumisión ha “concedido” derechos sociales.
Forjados principalmente en Occidente, los derechos humanos recogen y sintetizan la codificación moral de muchas tradiciones, algunas tan antiguas como el Código Hammurabi, el viejo y el nuevo testamento, el confucianismo y las prédicas de Mohamed y Buda.
Cuando en 1945 la Asamblea General de Naciones Unidas forma la Comisión de Derechos Humanos con Eleanor Roosevelt a la cabeza de inverosímil equipo reúne al filósofo confuciano Pen Chung Chang, al libanés Charles Malik, vocero de la Liga Árabe, y al jurista judeofrancés René Cassin.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la muerte cruenta de cincuenta millones de personas dejó una huella profunda en los 18 miembros de esa comisión que hizo una consulta a más de setenta de los más ilustres sabios de la época. En la lista estaban, entre otros, Mahatma Gandhi, Benedetto Croce, Hamayun Kabir, S.V. Puntambekar, Chung-Shu Lo, Aldous Huxley, Teilhard de Chardin, E. H. Carr, Sergius Hessen, Quincy Wright, Boris A. Tchechko y Salvador de Madariaga. (Ishay, Micheline, The History of Human Rights) Los relativistas culturales sobresalen por su pequeñez ante el esfuerzo de universalización de los derechos de la humanidad realizado por estos madre y padres de la única Carta Magna que se ha dado la humanidad cuando fue declarada por la Asamblea General de la ONU hace 75 años.
La penosa y deficiente realización de estos derechos no ha hecho sino destacar el trasfondo de su validez actual y la mediocridad de su aplicación por los estados. Peor aún, el retroceso que se registra es alarmante, como lo refleja el Informe del Proyecto Mundial de Justicia.
En la lucha por la sobrevivencia de la democracia, anteponer el sistema ético, político y jurídico de los derechos a toda acción colectiva y de gobierno es tan necesario como la democracia misma. Sin los derechos muere la democracia y estos, a su vez, sucumben sin ella. Derechos y democracia van indisolublemente unidos.
La agónica experiencia de México en su tránsito a la democracia debería ser un llamado a que la oposición haga frente al desprecio del oficialismo por los derechos humanos haciendo que su programa de gobierno se haga cargo de su cumplimiento integral. En 2011 hicimos girar el paradigma de la Constitución y los gobiernos lo han desoído. Es hora de acabar con la sordera.